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Columna
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El miedo a comer

¿Recuerda alguien cuando se comía y sólo se pensaba en la comida? ¿Recuerda alguien esos tiempos antiguos en que comer era parte de las necesidades y el hambre carecía de evocación culpable? Ese mundo de ingenuidad y placer inmediato, de satisfacción directa e intrascendencia clínica ha sido reemplazado, de una parte, por la idea de la "nutrición" y, de otra, por la activación de varias cargas sobre la conciencia. Un primer resorte culpable se dispara al comer en relación con los posibles kilos de más -el divulgado pecado del sobrepeso- y un segundo pulso lacerante se activa cuando, junto a la visión del hipermercado exuberante, aparece la foto de la hambruna en Etiopía. La alimentación, en fin, ha pasado de ser una cuestión absolutamente relacionada con el cuerpo para pasar a operar como un expediente relativo a los asuntos de la política individual o colectiva.

En Alemania, las familias apenas gastan hoy algo más del 10% de su presupuesto en alimentación, pero cada vez hay más obesos y los ciudadanos, uno a uno, se atiborran más. Hace cuarenta años la mitad de los ingresos españoles se dedicaban a la compra de provisiones alimentarias y ahora se habrá reducido a menos de la mitad. La consecuencia es que la obsesión por lo que se come ha crecido el doble. No se trata tan sólo de que nos envenenen desde diversos frentes, de que los animales se elaboren como artículos y los vegetales sean ya más el resultado de la manipulación genética que de la voluntad divina. El sector alimentación, en general, ha sido arrancado de las manos de un dios natural para incluirse en el omnímodo mundo del artificio. De esa manera, siempre hay razones para mantenerse en guardia sobre los artefactos que se expenden, los piensos que se elaboran o la combinación transgénica que se aplica.

Pero, por si fuera poco, cada producto ha agregado a su apariencia maquillada, a su sabor controlado o a su peso informatizado, el mensaje médico que apenas permite ingerirlo sin un invisible prospecto médico donde se escriben los efectos positivos, los negativos y las contraindicaciones fatales. La sociedad se ha medicalizado mucho, pero, sobre todo, ha contagiado su clínica a las cosas de comer. Frente a la represión religiosa que conminaba a no dejarse penetrar sexualmente, la represión sanitaria que emplaza a mantener la boca muy alerta y no entregarse confiadamente a las ganas de comer.

¿Comer? El verbo se adapta ahora mejor que nunca al mundo de las bestias. En la escena medicalizada y opulenta, el comer forma parte de las actividades correspondientes a un consumo maduro: instruido en los factores de salud y exhibición de cultura. De una parte, ahora casi todas las cocinas domésticas son como restaurantes (de comida rápida, de comida creativa, de comida industrial). Pero también los restaurantes, por su parte, han abandonado casi toda función subsidiaria para hacerse, en general, centros culturales y de producción estética. Nunca como ahora el entorno se halló más estetizado y la comida ha ingresado también en ese universo donde más que servir al apetito sirve al gusto crítico. Todos los figones donde se trataba la gastronomía como una herencia histórica han revisado los platos para comodarlos a la experiencia del arte y la creación. De hecho, a las nuevas recetas se las conoce como "creaciones" y los cocineros son invitados a las recepciones en cuanto artistas. Pero también, en el nivel de la salud, las organizaciones civiles organizan excursiones culturales a los supermercados para explicar a sus socios los bienes y males que aportan los diferentes componentes de una cebolla o un salmón. Como conclusión, ya nadie, en realidad, come. O bien: nadie come de verdad. Los alimentos han perdido su candidez y todos llegan cargados de intenciones, cuando no de colorantes. Ante el filete, la sardina, el espárrago o la zanahoria, cualquiera tiene algo que decir bien sea relacionado con el colesterol, el ácido úrico o el envejecimiento. Este tiempo marca, pues, el final de la inocencia digestiva y el principio, por tanto, del miedo general, la superchería, la angustia.

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