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Primeras lecciones

No importa cuán largas y minuciosas fueran las negociaciones previas al pacto del Tinell; lo mismo da que el Acuerdo para un gobierno catalanista y de izquierdas comprenda 79 folios a que ocupase el doble; de poco sirven los anexos y codicilos más o menos secretos que dicho acuerdo pudiera incluir. Por mucho que los Montilla, Puigcercós y Guillot se esforzasen, durante aquellas frenéticas semanas de noviembre y diciembre, por prever y estipular todas las situaciones a las que el tripartito debería hacer frente, todos los procedimientos a seguir, el ejercicio práctico del poder a seis manos no ha tardado ni un mes en dar pie a las primeras escaramuzas, tensiones y reproches entre los socios. El fenómeno puede explicarse recurriendo al sobado y huero argumento de que falta una cultura de coalición y es preciso forjarla, pero prefiero una analogía más doméstica e inteligible: por muy intenso que haya sido el noviazgo, sólo la convivencia cotidiana bajo el mismo techo, compartiendo alcoba, cocina y cuarto de baño, permite a una pareja conocerse de verdad, fijar con exactitud el rol de cada uno, marcar los territorios respectivos, descubrir el propio margen de maniobra y el grado de ductilidad del otro. Si, tratándose de dos, ya resulta un juego complicado en el que a menudo saltan chispas, imagínense con un trío...

Así pues, que en el seno del flamante Gobierno catalán haya habido desencuentros, quejas, algún gesto airado me parece absolutamente previsible y normal: se hallan en aquella fase de tanteo típica de los primeros días de convivencia, cuando todavía no está claro a quién corresponde poner la mesa o preparar la cena, ni si dejar los zapatos abandonados en medio del pasillo constituye falta grave, o sólo leve. Lo que encuentro significativo de esas disputas iniciales es la tendencia que apuntan, y la tendencia la resumió con gran plasticidad el presidente Pasqual Maragall el pasado viernes al explicar ante el consejo nacional del PSC que a éste, "como partido más grande y con más experiencia", le corresponden dos tareas: "una, gobernar, y la otra, dar clases" a sus socios menores y bisoños.

Cuando, a mediados del pasado diciembre, cuajó la fórmula del tripartito fuimos muchos los que -en ciertos casos con alarma, en el mío con sincera admiración- glosamos el formidable rendimiento que Esquerra Republicana estaba sacando de su 16,4% de los votos en términos de poder institucional tanto cuantitativo como cualitativo, hasta el punto de ofrecer una imagen casi paritaria con respecto al Partit dels Socialistes. Sin embargo, desde entonces las cosas han ido tomando otro cariz. Me refiero, por supuesto, al método del fait accompli con que Maragall ha resuelto la designación del director general de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, y ello después de tejer en su Consejo de Administración una extraña mayoría de PSC-Iniciativa-Partido Popular en detrimento de Esquerra. Pero pienso también en el soterrado y agotador pulso competencial dentro del área de Comunicación del Gobierno; o en el intento de sustraer la Secretaría de Telecomunicaciones y Sociedad de la Información al Departamento de Universidades para vincularla a Presidencia; o en la delegación de la Generalitat en Girona, que permaneció varias semanas sin cubrir porque ERC la pretendía, pero ha acabado en manos de una militante y concejal socialista, o en el fulminante eclipse -así parece, al menos- de las históricas reservas de Esquerra ante la resurrección del Área Metropolitana de Barcelona. Si todas las clases que Maragall piensa dar a sus aliados son de este tipo, cabe albergar serias dudas sobre el éxito pedagógico de la academia...

De todos modos, sería una necedad atribuir los chirridos del tripartito a que el presidente de la Generalitat, ya se sabe, tiende a tirar pel dret, o bien a un complot urdido en la calle de Nicaragua para burlar a los republicanos. No, la realidad resulta a la vez más simple y más compleja; la realidad es que el PSC participó durante casi 14 años en la gobernación de España desde el nivel de vicepresidente para abajo, y lleva un cuarto de siglo dirigiendo tanto los grandes ayuntamientos catalanes como la Diputación de Barcelona, y ello le otorga, frente a Esquerra, una superioridad abrumadora en cuanto a cuadros expertos en todos los ramos de la Administración pública, a técnicos de confianza política, a personal a la vez cualificado y afín. La realidad es que, en términos orgánicos, los socialistas poseen un partido mucho más numeroso y fogueado y, en el terreno de las complicidades intelectuales y los apoyos mediáticos, una red incomparablemente más densa. Entre esto y el carisma de la púrpura -la púrpura, no nos engañemos, es la presidencia- aquella aparente paridad firmada el 14 de diciembre se desequilibra a ojos vista, y Esquerra empieza a sentir la amenaza de la fagocitación o del arrinconamiento. Es bien significativo que, el otro día, Josep Lluís Carod considerase necesario recordar que el actual Gobierno existe porque ERC lo quiso; han pasado apenas seis semanas, pero muchos ya parecen haberlo olvidado.

Puesto que montar una bronca cada semana sería suicida, ¿qué hacer? No hay dos situaciones históricas idénticas, por supuesto, pero tal vez el pasado podría ofrecer alguna lección. En 1932, aun cuando Esquerra Republicana gozaba de la más amplia hegemonía, sin embargo era un partido joven e improvisado, con muchas más responsabilidades de gobierno que personal preparado para ejercerlas. Entonces, en octubre, Francesc Macià lanzó la Crida de Lleida, un llamamiento a ensanchar la formación no por la base -que no lo necesitaba- sino por la cúpula, al que respondieron gentes de la talla de Carles Pi i Sunyer, Antoni Rovira i Virgili o Jaume Serra i Húnter. Carod Rovira, que conoce bien este episodio, sabe de los positivos efectos que tuvo para Esquerra y para el país.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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