Las dos promesas cumplidas de Aznar
El decreto de disolución de las Cortes y de convocatoria de las elecciones legislativas publicado ayer en el Boletín Oficial del Estado ha puesto en marcha el mecanismo de relojería dedicado a pautar las sucesivas etapas preparatorias (exposición del censo, cierre de candidaturas, comienzo de la campaña oficial) de la jornada del 14-M. Al igual de lo que había sucedido durante la anterior legislatura, Aznar ha cumplido también esta vez el compromiso -libremente contraído en su día- de agotar el mandato cuatrienal; pero en esta ocasión -a diferencia de marzo del año 2000- el presidente del Gobierno no se presenta a la reelección, haciendo así honor igualmente a una segunda promesa voluntariamente asumida en 1996: abandonar el poder ocho años después (dos legislaturas completas) de conquistarlo. Además de acreditar su respeto hacia la palabra dada, el cumplimiento por Aznar de ambos compromisos podría ser interpretado como la cara y la cruz del mimético proyecto de colorear el régimen parlamentario español con estilos, comportamientos y costumbres importados desde Estados Unidos, fundiendo con tal propósito como partes inextricables de un mismo uso político unitario la limitación del poder presidencial a dos mandatos y la duración cuatrienal de cada uno de esos períodos.
Pero el injerto de elementos procedentes de ámbitos culturales extraños sobre un cuerpo institucional animado por principios diferentes debe realizarse siempre con cuidado: la imitación de los sistemas presidencialistas por los regímenes parlamentarios encuentra obstáculos insalvables. Es cierto, por un lado, que la decisión adoptada por Aznar de limitar el tiempo de estancia en la Presidencia del Gobierno sienta un precedente que sus continuadores en el cargo sólo podrían ignorar a costa de pagar un elevado precio; hay sobradas razones para suponer que el gesto político de renunciar al prolongado enmadramiento en el poder no sólo contribuye a mejorar el funcionamiento del sistema democrático sino que también redunda en favor de quien lo adopta. Por el contrario, la consagración como dogma de fe de la necesidad de agotar los mandatos cuatrienales hasta su último día sería un gratuito saludo a la bandera de las barras y estrellas; a diferencia del sistema americano de separación de los poderes ejecutivo y legislativo, no sólo el presidente del Gobierno español tiene la facultad constitucional de disolver por anticipado el Parlamento sino que además los motivos discrecionales para tomar esa decisión suelen estar justificados.
El grupo parlamentario del PP -utilizado por el presidente del Gobierno como una disciplinada correa de transmisión para sus caprichos- ha ignorado durante esta legislatura el espíritu y la letra del reglamento de las Cámaras en su frenética tarea de tejer y destejer normas penales o sobre emigración; las Cortes han quedado rebajadas a la condición de una fábrica de salchichas dedicada sólo a cumplir planes cuantitativos. El Gobierno ha utilizado como una apisonadora la mayoría absoluta del PP sin dar respiro a la oposición; de esta forma, Aznar ha sacado finalmente a la superficie la agenda oculta que mantuvo hipócritamente escondida durante su primer mandato -sirva de ejemplo la asignatura de religión- mientras necesitaba los votos de otros grupos parlamentarios.
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