Mal comienzo
Los primeros pasos del tripartito catalán de izquierdas no han sido muy edificantes. Sus propios líderes han tenido que reconocerlo. La confección del organigrama con la correspondiente provisión de cargos habrá centrado durante un mes la actividad política. Se esperaban las primeras señales del cambio y nos hemos encontrado con la pugna por los lugares y las competencias del escalafón del poder. Algunas voces generosas entienden que lo ocurrido es una consecuencia de la falta de cultura de coalición que hay en este país y que hay que dejar al nuevo Gobierno tiempo para aprender. En realidad, lo que la izquierda ha demostrado es que al alcanzar la orilla del poder se comporta como todos: es más importante la disputa por las cuotas de mando -¿quién gobierna?- que los objetivos -¿para qué se gobierna?-. Nadie está a salvo de la humana ambición. Los que todavía creían en cierta superioridad moral de la izquierda han tenido pronto la oportunidad de desencantarse.
Creo que la discrepancia debería formar parte de cualquier rincón del paisaje de la democracia. Siempre me han parecido despreciables los gobiernos y los partidos en que impera el estado de excepción permanente: el que tiene una opinión que se aparte un milímetro de las posiciones oficiales no sale en la foto. El espectáculo de las falsas unanimidades es un ultraje al sistema democrático. Y puede producir situaciones tan esperpénticas como ver a un grupo parlamentario celebrar con entusiasmo que ni uno de sus miembros discrepara de una declaración de guerra. Ocurrió en Madrid, en el grupo del PP, cuando la guerra de Irak. A mí me parece perfectamente normal que los partidos políticos que forman la coalición tengan sus diferencias y las expliciten: al fin y al cabo, representan posiciones ideológicas, tradiciones y culturas políticas perfectamente diferenciadas. Para mucha gente éste es uno de los valores de este Gobierno. Pero lo preocupante es que hasta el momento estas discrepancias no han se han producido por cuestiones de ideas o propuestas. Unos y otros han utilizado la prensa para mandarse señales por una simple cuestión de nombramientos de personas. Mientras, las reformas esperan y el buen trabajo que están haciendo algunos consejeros (con Castells y Bargalló a la cabeza) queda en la penumbra, en una escena dominada por la pugna de los nombramientos. Se dice que un Gobierno es lo que son sus primeros 100 días. Esperemos que se aprovechen los 70 que quedan, porque los primeros 30 dejan una cierta sensación de vodevil político -escenas de familia incluidas-nada estimulante.
Las primeras señales apuntan a un grado de recelo y desconfianza entre las partes que sería lamentable que se tradujeran en ineficiencia a la hora de tomar decisiones. La discrepancia dentro de un Gobierno democrático sólo tiene dos límites: la deslealtad y la falta de complicidad. Si se cruzan estas líneas, la discrepancia se convierte en una enfermedad del poder. Cuando uno se ofrece para dar lecciones de buen gobierno a sus socios y otro le responde que podía perfectamente haber pactado con otro, se está rozando la línea fronteriza. Sería bueno que todas las partes reflexionaran sobre el daño que el Gobierno se ha autoinfligido, antes de que la oposición salga de su aturdimiento. La realidad cotidiana ya provocará suficientes frustraciones como para regalar este pobre espectáculo de bienvenida a los electores de izquierdas. Las dificultades serán suficientemente grandes, como demuestra la casual salida en cascada de empresas multinacionales dispuestas a abandonar Cataluña, como para no perderse en nimiedades.
Convertir la cuestión de personas en el debate central de la política de gobierno es perturbador. El caso de la dirección de la Corporación Catalana de Radio y Televisión ha sido emblemático. Se ha organizado un gran revuelo en torno a las personas, en vez de un serio debate sobre los contenidos. Los tres partidos del tripartito habían dado carácter emblemático a los cambios en la gestión de los medios de comunicación públicos. TV-3 ha sido uno de los éxitos más manifiestos de los años del pujolis-mo, pero ha tenido tres zonas de sombra que los partidos del actual Gobierno habían denunciado cuando eran oposición: la gestión económica de un modelo que tiende al gigantismo burocrático, el sector de negocios trabado en su entorno y la dependencia informativa del Gobierno, como es propio de todo medio público. Con el tiempo se han ido abriendo algunas dudas sobre el modelo: si se tenía que seguir con el modelo de televisión total -de la producción a la exhibición- o si más bien tenía que ser una televisión receptora de productos externos. Al debate sobre el papel de las televisiones públicas se une en este caso la discusión sobre qué se espera de ella en un país sin Estado propio y con dos lenguas oficiales. Estas y otras muchas cosas son más importantes que el nombramiento del director general. Parece elemental que el Gobierno debería haber definido su encargo: precisar qué se le pide a la persona que tenga que dirigir el organismo autónomo. ¿En qué consiste "la autonomía, que no independencia" que Maragall prometió a los medios públicos? Este debate habría sido mucho más interesante que el quítame a mí este tío en que se ha convertido la discusión. Y habría demostrado realmente que empezaban tiempos nuevos en las maneras de hacer las cosas.
Sorprende que unos partidos que hicieron la campaña pensando realmente que podrían gobernar no tuvieran más pensadas y medidas actuaciones clave como ésta. Se dice en medios socialistas que con el 16-N quedaron tan aturdidos que tardaron en reaccionar y se preocuparon más de cerrar el pacto que de preparar los primeros pasos del Gobierno, por miedo a caer en otra frustración. Puede que sea verdad. En todo caso, Esquerra Republicana aprovechó el tiempo. Y querer ahora reequilibrar el reparto del mobiliario sin romper la cristalería no es fácil. Maragall se ha visto obligado a hacer gestos de afirmación de su mando e inevitablemente han saltado chispas. Esperemos que con los nombramientos de este martes se pase la página a la pugna por las personas y el triparto empiece a gobernar. Y que aparezca el tan prometido nuevo estilo.
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