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Columna
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El yanqui y "La Gloriosa"

Antes había sido secretario de Abraham Lincoln. Después sería su biógrafo. John Hay tenía muy buena pluma y un profundo conocimiento de los hombres, y por suerte nuestra pasó una temporada, entre 1869 y 1870, en la Legación de Estados Unidos en Madrid. En su libro Castilian Days, publicado en Boston en 1871, Hay dio brillante cuenta de aquella España que, en septiembre de 1868, constatara con asombro cómo, de la noche a la mañana, el triunvirato de Prim, Topete y Serrano acababa de dar al traste con el podrido régimen de Isabel II. Régimen que, a lo largo de las décadas, se había hecho intolerable incluso para muchos monárquicos. Hay está bien informado acerca del poder que habían acumulado en Palacio el siniestro padre Claret y Sor Patrocinio. "Nunca, ni en los periodos más sombríos de la historia española", escribe, "fue el reino de la superstición tan absoluto, tan tiránico como en el Alcázar de Madrid durante los últimos años de Isabel de Borbón".

Cuando, en la primavera de 1870, Hay empieza a perfilar su libro, el país está cambiando. Pese a sus muchos flecos, la Constitución de 1869 encarna derechos individuales impensables un año antes, entre ellas la libertad de religión. Madrid tiene ya cinco templos protestantes. Las revistas están llenas de caricaturas anticlericales. La proclamación de la infalibilidad del Papa ha sido diana de acerbos comentarios en la prensa. El Gobierno ha prometido introducir una ley que prohíba la "indoctrinación dogmática" en las escuelas públicas. "Si dura un poco más este estado de libertad y de análisis", opina Hay, "vendrá el estímulo de la controversia y España renacerá".

El diplomático está convencido de que "la única solución lógica" para los males de España es la República. La monarquía no es acorde con "el espíritu de la época", y la frenética búsqueda por el Gobierno Provisional, en todas las cortes de Europa, de un rey apropiado le parece tan descabellada como indigna. Le impresiona la calidad humana e intelectual de los republicanos (sobre todo de Figueras y de Pi y Margall), que en pocos meses, y casi ex nihilo, ya tienen partido y voz coherente en las Cortes y una prensa que, gracias a la nueva libertad de expresión, cala cada día más en la opinión pública. Aprueba sobre todo la insistencia de los republicanos en la necesidad de una separación tajante entre Iglesia y Estado. Castelar, el "inspirado" orador gaditano, como cualquier buen demócrata de Manchester o de Chicago, ha definido su concepto de la libertad como "el derecho de los ciudadanos a obedecer la ley y sólo la ley". ¿No será posible en España, pues, el milagro republicano? Hay estima que sí, pero teme que tardará: los reaccionarios de siempre están al acecho y, después de siglos de represión y de ignorancia, el pueblo, prácticamente analfabeto, padece una grave apatía política.

John Hay abandonó el país aquel mismo 1870, antes de la llegada del patético Amadeo y de la efímera Primera República. Imposible leer su fascinante libro sin ironizar sobre la España de hoy, regida otra vez, tras tantos avatares, por un Gobierno de derechas. Y con la Iglesia todavía arremetiendo.

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