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Columna
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El mueble de la abuela

El equívoco título que gobierna esta columna no alude al patrimonio de la abuela, sino a su condición de tal, a su condición de mueble. La abuela se ha convertido en mueble, pero lo peor es que no puede liquidarse el género ni siquiera a precio de saldo. Todos los medios de comunicación han hablado esta semana sobre los avatares de una anciana de 86 años, demente senil, con la que sus hijas jugaban al "tú te la quedas". El argumento se ha desarrollado en Cataluña, en virtud de la siguiente y cinematográfica escaleta:. Hija que exige a hija que se lleve de casa a madre; hija que traslada vieja a casa de la segunda; hija que devuelve vieja a la primera; hija que no abre puerta para recibir reenvío; hija que abandona a vieja al pie de la autopista. Todos estos traslados realizados con el concurso de nieta, e incluso de novio de nieta, en eficaz demostración de que las uniones de hecho no generan, en un corazón sincero, menor compromiso personal que el que asumen esos pusilánimes que aún necesitan papeles.

La crónica del suceso continúa con la vigorosa intervención de los poderes públicos, que aprecian delito de abandono y imponen a los infractores una multa de 240 euros. Parece que deshacerse de una madre no acarrea mayor pena, si bien lo más gracioso de la noticia quedaba aún por llegar: la normativa catalana por abandono de animales sanciona al infractor con una multa que oscila entre los 2.000 y los 20.000 euros. Este agravio comparativo no podría satisfacer ni a la secta animalista, que equipara el dolor de un ser humano con el de una comadreja: sería deseable, digo yo, imponer la misma pena a aquel que abandona a su madre o a su hámster.

El sufrimiento gratuito de cualquier animal (y hay que decir "cualquiera" porque a lo mejor los animalistas no diferencian tampoco el dolor de un mamífero del de un escarabajo) debe ser evitable en una sociedad decente, pero la pugna familiar por deshacerse de la abuela suscita un horrible escalofrío. Claro que la reflexión no debería quedarse en la condena moral: habría que vernos a nosotros, a cada uno de nosotros, en una situación parecida, si es que el mal de la anciana resulta intolerable, y si la familia no cuenta con medios económicos, y si los hermanos además se odian entre sí.

Y demás del problema moral, el asunto adquiere una dimensión profundamente egoísta: imaginémonos víctimas de semejante conducta. Nadie puede poner la mano en el fuego porque algo parecido no le ocurra en el futuro. Atentos al horóscopo. La posibilidad de vernos en las mismas es cuestión de mera estadística.

Ha habido en mi vida tres cambios de vivienda y en ellos siempre se ha producido una escena casi idéntica. Un optimista comercial inmobiliario me llevaba por los pasillos oscuros y sombríos de viviendas destartaladas. A menudo estaba también presente el propietario. Luego uno se daba cuenta de que el que se llamaba propietario no era tal: siempre había alguna habitación (una habitación pequeña, inficionada de un hediondo olor a enfermo) donde vegetaba, al calor de sus zapatillas de felpa, cierta figura impasible, de mirada perdida, rostro agostado y miembros enflaquecidos. Era un ser ausente, un ser increíblemente viejo, olvidado de sí mismo, destruido con la eficacia con que sólo el tiempo puede y sabe y quiere destruir. El comercial pasaba por allí precipitadamente, como no dándole importancia. Resultaba incómodo demorarse en la estancia y enseguida corríamos a visitar otras más alegres, más amplias, mejor iluminadas. A la hora de firmar las escrituras, nadie aludía a aquella sombra exhausta que un día, hacía algunas semanas, habíamos dejado atrás en la visita a la vivienda.

A efectos inmobiliarios, siempre me he considerado un usurpador, y hago lo posible por no pensar mucho en ese conmovedor momento en que unas manos filiales, mejor o peor intencionadas, sacaban para siempre a un anciano de aquella casa que durante décadas fue suya y que yo pronto iba a ocupar. Quizás haya que felicitar a la medicina por la eficacia con que prolonga nuestra turbia ancianidad, pero lo cierto es que ha llenado el planeta de fantasmas, de almas extraviadas y dolientes que inspiran una inacabable piedad. Enhorabuena por el éxito, pero dan ganas de fumar.

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