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Columna
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Cultura y cosmopolitismo

Josep Ramoneda

El mundo cultural tiene fama de complicado y caprichoso. No hay para tanto. El mundo cultural es muy amplio. Lo que ocurre es que su parte más visible -la que tiene amplia presencia en los medios- tiene unas querencias inevitablemente aristocráticas. Algunos habitantes de lo que podríamos llamar el mundillo cultural -un espacio con una alta concentración de egos- creen que, por tocar material espiritualmente sensible, están situados un punto por encima de los demás. Seguro que se escandalizarían, con razón, si, por ejemplo, un consejo de constructores decidiera sobre el reparto del dinero destinado a la obra pública. En cambio, parece perfectamente exigible que sea un consejo de la cultura el que decida sobre el reparto de los dineros destinados al sector. Por alguna extraña razón, se da por supuesto que el gremialismo de la gente de cultura es distinto de los demás, y que hay una legitimidad gremial de las artes y de la cultura por encima de la legitimidad democrática.

Este aristocratismo viene de lejos. Se podría pensar que el racionalismo, que nos permitió a aprender que la verdad es algo que sólo aparece a través de un largo camino de trabajo y método, habría bajado los humos a los que creen que llevan la verdad puesta. Se podría pensar que la multiplicación de los media que han proyectado la potencialidad creativa en muchas direcciones sería una cura de humildad para los que se sienten más tocados por la gracia creativa. Se podría pensar que el ingente número de culebras tragadas en nombre del compromiso político del intelectual redundaría en cierta modestia gremial. Se podría pensar que el crecimiento exponencial de la información disponible y la permanente renovación de saberes, permitirían comprender que nadie ha llegado a la cima en materia de conocimiento y que la fuerza de un país está en su potencia educativa media. Sin embargo, a menudo parece que no se quiera entender que la cultura es patrimonio de todos y que en modo alguno es reductible al grupo de los que vivimos profesionalmente de ella.

Desde la convicción de que las élites culturales chapotean en una redundancia que las empequeñece, me pareció positivo que Pasqual Maragall eligiera como consejera del ramo a una persona ajena a estos cenáculos. No conozco a la señora Caterina Mieras; por tanto, no tengo criterio para opinar sobre si la elección de esta persona ha sido o no acertada. Su nombramiento ha producido un estado de contenida irritación en algunos sectores, de prudente expectativa en otros. Una consejería de Cultura corre el riesgo de ser un departamento de propaganda, un departamento de clientelismo o un departamento de secta elitista. Durante el largo periodo del nacionalismo conservador -excepto el breve intento de Rigol- ha oscilado entre lo primero y lo segundo, para acabar siendo fundamentalmente un instrumento de choque de la estrategia clientelar. El énfasis en la educación como referente de la política cultural me parece la mejor vía para escapar a estas tres celadas que la propia dinámica política teje. Si los mecanismos educativos funcionan, es decir, si se pone la cultura al alcance del mayor número posible de ciudadanos, lo demás se dará por añadidura. Un departamento de cultura tiene en este sentido la tarea fundamental de organizar lo que podríamos llamar la educación no reglada.

La novedad del tripartito catalanista de izquierdas podía haber inducido al presidente a nombrar a un ideólogo: una persona que trazara y propagara una tradición cultural alternativa a la del nacionalismo conservador, que ayudara a legitimar a los nuevos gobernantes. Es la tentación del nuevo régimen que en algunos discursos y artículos parece deslizarse. Voluntarios hay para esta tarea de reinvención ideológica del país. Al fin y al cabo, toda hegemonía se construye sobre alguna falsificación de la realidad. La señora Mieras, afortunadamente, no parece responder a este perfil. Con lo cual el peligro del departamento-propaganda se diluye.

La tentación clientelar es la primera de todo político. Ya La Boètie explicó cómo la pirámide de los que están en deuda es la construcción más eficaz para asegurar la servidumbre voluntaria. CiU hizo mucho uso del departamento con estos fines. Y hay muchos grupos en el mundo cultural que se sintieron discriminados o mal atendidos y que piensan que con la nueva mayoría ha llegado su hora. La presión será fuerte. La exigencia democrática de que la cultura llegue a todos los rincones del país, no debe confundirse con la construcción de una red clientelar alternativa.

En fin, la señora Mieras viene de la medicina. No es de ninguna de las familias culturales barcelonesas. Está por tanto bien situada para resistir a las presiones que de ellas le llegarán. Sin duda, su mejor arma sería que la apuesta por la educación y la cultura fuera una de las prioridades estratégicas del nuevo Gobierno. Y que fuera una tarea del conjunto del Ejecutivo propagar la idea de que la cultura es un bien de primera necesidad. Cuanta más gente se sienta concernida, menos peligro de sectorialización y sectarismo cultural habrá.

La cultura tiene sus industrias y sus empresas y tiene las personas que viven de ella con sus intereses perfectamente legítimos. Pero la cultura no puede quedar reducida a un ámbito profesional concreto. Es algo que se extiende por toda la sociedad, y la creatividad no es exclusiva de nadie. ¿Dónde están hoy los creadores? ¿En estudios de pintores, en servicios de investigación de las multinacionales, en departamentos de los medios de comunicación, en el despacho de un escritor o en un laboratorio científico?

Precisamente es la permeabilidad de la cultura lo que una política cultural moderna debe tener presente. Acercando campos incomunicados y ensanchando territorios, es decir, exactamente lo opuesto de lo que son la propaganda, el clientelismo y el aristocratismo cultural. Si se me permite la imagen, un departamento de cultura hoy es un medio de comunicación, que contribuya a desarrollar los protocolos necesarios "para mediar entre culturas nacionales, comunidades de destino y estilos alternativos de vida". Exactamente a esto David Held le llama "cosmopolitismo". Lo que Cataluña necesita si quiere encontrar un lugar específico en la cultura global.

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