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Columna
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El ruido

En la fauna urbana hay dos ruidosos especímenes que me resultan particularmente detestables. Uno es el niñato gilí que le quita el silenciador a su moto ratonera para lograr que un pequeño motor de explosión arañe inmisericorde los desamparados tímpanos de la ciudadanía; el otro es el típico macarra que mantiene bajada la ventanilla del vehículo y eleva al máximo el volumen del equipo de sonido con el objeto de esparcir su "chunda, chunda". Es una forma de llamar la atención ante la ausencia de otras cualidades que les proporcionen alguna notoriedad.

De estos tipos en Madrid hay un montón y sus efectos sobre el medio ambiente son tan letales que sólo los taladros neumáticos les superan como fuente generadora de contaminación acústica. La mayoría de los madrileños no entiende que los responsables municipales hayan permitido campar por sus respetos a estos elementos con esa manifiesta impunidad. Aquí en realidad nadie siente que la Administración proteja este aspecto de su calidad de vida.

Tengo un compañero que lleva años luchando contra una máquina tragaperras. Es uno de esos artefactos que instalan en los bares y que tanto alegra la cuenta de resultados de los industriales del sector a costa de los ludópatas. Máquinas cuya estúpida musiquilla penetra en el cerebro humano hasta entontecerlo. Mi colega ha tenido la desgracia de que el dueño del bar situado bajo su casa haya instalado la maldita tragaperras junto a un tubo de aireación por el que se cuela la matraca en el dormitorio.

Lo cierto es que nunca consigue conciliar el sueño antes de que el establecimiento eche el cierre. Todas sus gestiones ante el Ayuntamiento fueron infructuosas y ni siquiera sirvieron para poner sordina al diabólico aparato, por lo que hace un par de meses decidió vender el piso. Es la solución final que han adoptado muchos vecinos de calles céntricas cuyos bajos son destinados a los temibles bares de copas. Un sector que en los últimos años ha tratado de lavar su imagen ruidosa pero en el que muchos piratas hacen imposible la convivencia con el vecindario a golpe de decibelio.

Según parece, el volumen de la música llega a ser directamente proporcional al de la recaudación, y la cuantía de las multas en caso de inspección no es lo bastante importante para que compense bajarlo. Esto podría cambiar próximamente si la concejala de Medio Ambiente, Paz González, logra imponer el nuevo reglamento que el Ayuntamiento de Madrid ha preparado con el objeto de rebajar la contaminación sónica. En su cruzada contra el ruido, doña Paz piensa utilizar artillería pesada: limitadores de decibelios que cortan automáticamente los equipos de sonido, precintado de locales y multas de hasta cincuenta millones de las antiguas pesetas. Munición gruesa para combatir a un enemigo al que abordará con brigadas compuestas por agentes específicamente formados para esa contienda. Entre los empresarios de bares de copas cunde el pánico. En su línea de defensa argumentan, con un punto de razón, que el ruido más incontrolado es el que ocasiona la clientela en el exterior de los locales, algo que desde luego deberán tener muy en cuenta si se quiere atajar eficazmente el problema. La ordenanza en ciernes permitirá también cargar contra esos macarras de coche y moto que tanto detesto. El tipo de la ratonera o el del "chunda, chunda" podrán ser inmovilizados y debidamente empapelados si la barrila ocasionada alcanza niveles de atentado contra el sistema nervioso. Falta por saber si la cruzada contra el ruido contempla acciones contra otros importantes focos de contaminación acústica. No se ha inventado aún el martillo neumático silencioso, pero es evidente que su uso debe ser muy bien administrado en intensidad y horarios. Al igual que los conductores del montón, hemos de restringir al máximo el uso de las bocinas y evitar acelerones. Algo hay que hacer, además, con las sirenas de emergencia. El nivel de estridencia que producen es intolerable y de ningún modo se justifica en términos de seguridad. Los paneles de luces modelo "cazafantasmas" empleados por el Samur hacen prácticamente innecesaria la utilización de elementos acústicos por la noche, y durante el día bastaría acompañar los destellos con un ulular más discreto. Madrid se merece un poco de paz.

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