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Columna
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Tintín

Hay cumpleaños que proyectan en nuestra memoria un circulo de luz como si activasen unas células fotoeléctricas que poco a poco fueran iluminando los dibujos de una historieta. Así uno puede encontrarse de pronto cruzando la frontera entre Syldavia y Borduria o navegando a bordo del Karaboudjan y del Sirius; es capaz de saltar en paracaídas sobre la Isla Misteriosa mientras jura por los bigotes de Pleksy-Gladz; puede llegar a la luna en un hermosísimo cohete de cuadros rojos y blancos o viajar por el fondo del mar vestido de buzo hacia el Unicornio hundido de todas las aventuras.

Hoy, 75 años después de la creación del personaje de Tintín por el dibujante belga Hergé, varias generaciones recuerdan aquellos años en los que ahorraban moneda a moneda a base de cumpleaños y pagas semanales para comprar las últimas aventuras de su héroe en el kiosco de la plaza, igual que hacía Tánger Soto en La carta esférica:

Parecía distinta, más joven, cuando se levantó y fue hasta el anaquel. Al regresar a la mesa traía dos álbumes en las manos: El secreto del Unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo. Entonces se echó a reír y pronunció aquello de ¡Mil millones de rayos! Lo dijo ahuecando la voz, como lo haría un pirata tuerto y cojo con un loro en el hombro. Cuando se sentó de nuevo junto a Coy, seguía sonriendo, con aquel gesto que la rejuvenecía hasta devolverle exactamente la misma expresión que debía de tener a los doce años, pero no apartó ni un instante sus ojos de los dibujos. En una de las portadas se veía a Tintín, Milú y el capitán Haddock con un sombrero emplumado y un galeón navegando con las velas al viento. En la otra, aparecía el submarino con forma de tiburón del profesor Tornasol, sobre un fondo verde. La claridad que entraba por la cristalera creaba alrededor un aura tan inaccesible como la de una isla perdida. Después abrió El tesoro de Rackham el Rojo y comenzó a pasar sus páginas muy despacio....

Más o menos así es como transcurre la escena en la que el escritor Arturo Pérez Reverte rinde homenaje a aquellos tiempos en los que la aventura y la vida tenían aún el olor a la tinta fresca y recién impresa de los cómics infantiles. En mi caso, la fidelidad a Corto Maltés no me permitía coquetear con otros personajes de cómic como Tintín, que era el preferido de mis hermanos. Sin embargo, pasado el fervor monógamo, he de reconocer también el encanto de este reportero intrépido de pantalones bombachos, jersey azul y tupé pelirrojo que conversaba con su perro y que se dejaba acompañar por un capitán borracho, un científico despistado y dos sabuesos especialistas en meter la pata, llamados Hernández y Fernández.

Porque, aunque ser adultos significa poder naufragar y hundirnos solos, a veces es bueno para el alma ver pasar los barcos que cruzaron por nuestra vida hace muchísimo tiempo, en compañía de los viejos amigos y escuchar el sonido lejano de las máquinas junto al mar, que es el símbolo de todos los misterios. Frente a él podemos levantar un vaso de whisky, Loch Lomond, y brindar a la salud del capitán Haddock.

Lo mejor de rendir homenajes a la nostalgia no es sólo poder rescatar la sonrisa franca y feliz de cuando éramos niños dibujada en una viñeta de la memoria, sino ser capaces de reconocernos en ella todavía.

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