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El mundo post-Chernóbil

Ahora que soplan buenos vientos, de frío invernal y de renovación política, es momento de reflexionar sobre los problemas en el subconsciente de nuestro mundo, aunque nos parezcan lejos, en el espacio, el terremoto de Irán, y en el tiempo, los cataclismos del verano pasado: incendios arrasando Portugal, Extremadura y parte de Cataluña, ancianos muertos por el calor en Francia, apagones apocalípticos en Italia. En la costa oeste de Estados Unidos y en parte de Canadá, el 14 de agosto hubo un dramático colapso por falta de energía eléctrica, unos apagones que se repiten y que dependen de unos sistemas energéticos obsoletos y vulnerables y de unas compañías privadas de electricidad desregularizadas y tacañas. Y en la Val d'Aran ya se han visto estos días las carreteras y el tendido eléctrico colapsados. La herencia en materia de medio ambiente que deja la sociedad industrial, especialmente la del siglo XX, y muy especialmente las generaciones Atila desde los años sesenta, tal como escribía en estas páginas Albert García Espuche, no puede ser peor: explotación de los lugares privilegiados y desertización, extinción de especies y agotamiento de las materias primas, envenenamiento y contaminación, etcétera. En el mismo 2003 un informe denunciaba que en la Unión Europea se utilizan 30.000 productos químicos de riesgo y mientras Bush anunciaba que permitiría a la industria norteamericana aumentar las emisiones contaminantes.

Si el 'Titanic' marcó el siglo XX, Chernóbil es el primer atentado ecológico del XXI

Vivimos en lo que podríamos denominar la era post-Chernóbil: sabemos que nuestro modelo económico, basado en la depredación sin límites de la naturaleza, tiene fecha de caducidad, pero la mayoría se niega a admitirlo. Desde los años setenta, los ecologistas anunciaban desastres nucleares, pero incluso la catástrofe nuclear real -Chernóbil en 1986, el mayor accidente del siglo XX- no fue suficiente para reaccionar. La sociedad prefiere olvidar. Por esto el filósofo y arquitecto Paul Virilio propone un Museo del Accidente, lugar donde se aproveche la capacidad reveladora de los accidentes y se piense sobre los peligros intrínsecos que el progreso supone, sobre la posibilidad del accidente total. No se trata de detenernos en la nostalgia, sino de progresar sin engaños, con conocimiento de las contrapartidas destructivas que cada opción tecnológica comporta. Nuestros políticos, sin embargo, son los primeros en no responder a su responsabilidad: no prevén nada, ni reconocen sus errores, como el desastre del Prestige, ni toman medidas para emitir menos CO2; hacen política de presente y no de futuro.

En este contexto, el urbanista radical norteamericano Mike Davis sostiene en su libro Ecology of fear. Los Angeles and the imagination of disaster (1998), en el que se suman el milenarismo marxista y un ecologismo apocalíptico, que en un contexto como el californiano, con una sociedad opulenta asentada sobre una falla tectónica, sólo puede haber una revolución social si hay un cataclismo ecológico.

También la comunidad científica internacional, y en el contexto catalán el Grup de Científics i Tècnics per un Futur no Nuclear, avisa constantemente sobre los efectos del calentamiento global: tornados, inundaciones, olas de calor... Y el sociólogo Ernest García explica que encuestas recientes demuestran una fuerte dualización de la sociedad valenciana, que podemos considerar similar a la catalana: crecen y son cada vez más activas unas minorías concienciadas, ecologistas y antiglobalización, y al mismo tiempo aumentan el consumismo y la despreocupación de la mayor parte de una sociedad que sólo cree en la circulación delirante de dinero.

La clases pudientes viven en sus burbujas: su modo de vida se basa en pensar que las crisis son para los otros, que las catástrofes sólo suceden a los desheredados. Se piensa que siempre quedarán barrios cerrados, fortalezas de lujo y centros comerciales con aireacondicionado donde guarecerse consumiendo, pero no se dan cuenta de la proximidad a la miseria y la contaminación en el Tercer Mundo, de que el límite entre áreas ricas y pobres es una frontera muy frágil y caliente, de que en el mundo post-Chernóbil la ruina económica y el accidente total acechan a todos por igual.

No hay soluciones mágicas, pero seguro que uno de los procesos clave es la concienciación del mundo empresarial y técnico con relación a un desarrollo sostenible, algo que empieza a tener manifiestos, desde la Carta de las Empresas para un Desarrollo Sostenible (1990) hasta la Declaración de Barcelona sobre Edificación Sostenible, promovida por el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España (2003) y que empieza a agruparse en organizaciones como el Ecoforo Civil Europeo (con sede en Madrid y Barcelona) y Construcción Verde España (con sede en Madrid).

El siglo XX tuvo el aviso del Titanic, pero no se oyó hasta la implosión de los campos de concentración nazi. El siglo XXI tiene el de Chernóbil y de tantas catástrofes naturales y artificiales que aumentan progresivamente, pero se nos pretende amnésicos, se cuenta con que siempre habrá bomberos heroicos dispuestos a apagar fuegos y a sacrificar sus vidas para cubrir de olvido los ignominiosos errores de los gobernantes. Y ésta es la esencia de nuestro mundo post-Chernóbil: poder saber que esta sociedad tardocapitalista conduce a la destrucción y al abismo, pero no adoptar medidas para evitarlo y para crear nuevos sistemas económicos, sociales y energéticos; convivir explícitamente con el accidente, pero preferir esconder la cabeza y retrasar un cambio imprescindible. A pesar de los avisos, la capacidad de reacción sigue siendo poca en nuestra era con síndrome post-Chernóbil: preferimos olvidar tomando el narcótico efímero del consumo.

Josep Maria Montaner es catedrático de la ETSAB-UPC.

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