Mil sorpresas de un creador
Después de mucho tiempo de no ocuparme de la cuantiosa, dispersa, irrefrenable (y a la vez tremendamente unitaria, como diré) obra del argentino César Aira (1949) ya es la tercera vez en estas últimas semanas en el que trato de él, de manera obligatoria pues su crítica me recuerda aquello de la multiplicación de los panes y los peces. Para empezar, este "secreto mejor guardado" de la literatura argentina -como le califican por Internet- lo es para empezar tanto por su propia actitud como por la misma concepción de la literatura que practica después. No es que su actitud sea provocadora, ni que por sí solo constituya una caja de sorpresas: es que encarna la provocación permanente, y que él mismo se configura como una sorpresa continua y total, todo ello agravado además por el hecho de que escribe y publica sin parar, de manera tan torrencial como imprevisible. Ya lleva casi cuarenta libros publicados y además enseña, traduce y publica ensayos sin parar, recorre diversas editoriales, muchas de ellas muy menores (de tamaño, como sus libros) pues ninguna podría dedicarse a él en exclusiva, y además, a pesar de todos sus empeños, su fama desborda su actitud como si le desbordara a él; está siendo muy traducido, publicado y premiado, y hasta Carlos Fuentes (como aquí mismo conté) le presenta como el primer premio Nobel de Literatura de las letras argentinas para el año 2020. Vaya, tanta maniobra de distracción para terminar tan integrado.
CANTO CASTRATO
César Aira
Mondadori. Barcelona, 2003
304 páginas. 16,50 euros
Ya al final del verano hablé, merced a un encuentro casual en una librería francesa de provincias, de sus traducciones al francés, que ya van por unas siete por el momento, habiendo caído al final y por ahora en manos del marsellés André Dimanche que ya le ha publicado cuatro (alguna ya premiada), tras haber pasado por casas como la del editor Maurice Nadeau o Gallimard, de las que aquí sólo hemos conocido El llanto, novela corta incluida en la trilogía Cómo me hice monja (Mondadori, 1992). El mismo Dimanche la ha hecho llegar a nuestra redacción, acompañada de otras dos, Un episodio en la vida del pintor viajero -relato basado en la historia del artista alemán Johan Moritz Rugendas (1802-1858), que viajó por América Latina dibujándola y pintándola- y otra obra maestra, la sorprendente La guerra de los gimnasios que es una de las mejores muestras de su escritura, provocadora, ágil y deslumbrante, donde todo se sigue, se persigue, se autodestruye y se reconstruye sin parar, con sus debidas lecciones incorporadas, esperemos que pronto nos llegue en su versión original, que falta nos va haciendo en estos tiempos de tan deslumbrante ceguera narrativa.
Ya describí la actitud del
crea
dor César Aira como la de un guerrero ultravanguardista que trastoca todos sus cánones propios y ajenos, se rebela contra la racionalidad argentina (de Sarmiento a Borges) y occidental, acudiendo a toda suerte de fuentes -europeas, de Rimbaud a Raymond Rousel; al surrealismo, o lo fantástico más delirante; o argentinas, de Macedonio Fernández al gran y siempre molesto Julio Cortázar-, pero al mismo tiempo se acerca a lo más trillado, la novela histórica, desvirtuada de sus cánones en obras insólitas como Ema la cautiva o La liebre (cuya obra está latente también en La guerra de los gimnasios, de la que a su vez nace la esplendorosa La villa) que apenas lo resultan ser (históricas) pero cuyas reglas respeta mucho más en esta última de Canto Castrato, que nos acaba de llegar con tantos años de retraso, pues su edición original data de 1984: casi de la prehistoria, al menos de la suya, de la nuestra ni se puede hablar ya. A veces he pensado que la redacción de esta obra (publicada en Francia por Gallimard hace más de una década, aunque sin resultados) debió transcurrir cuando Aira estaba sumido en una de sus grandes traducciones, la del célebre Manuscrito encontrado en Zaragoza, que entre nosotros publicó Pre-Textos hace un par de años. Pues encuentro cierto aire de familia entre esta gran traducción y el Canto Castrato que me ha dado que pensar.
Ambas son dos novelas históricas contestatarias, la de Potocki huye sin parar de sí misma, como hace el propio Aira sin parar, aunque guardando más las distancias, bien que respetando el género histórico del que se reclama. Canto Castrato es un retrato cultural de la Europa prerrevolucionaria, que va describiendo en un largo periplo -Nápoles, Viena, San Petersburgo-, protagonizado por empresarios, hombres de teatro, intérpretes, músicos, cantantes castrati, monjes, espías, cortesanos y muchísima gente de buen y mal vivir, el lujo y el oropel que alimentan incesantes intrigas en un mundo en decadencia abocado a su desaparición, pues la Revolución está en puertas, como la desaparición de esos inmarcesibles castrati cuyo apogeo y triunfo final llevan al protagonista de Aira ("el Micchino") a su final feliz, recuperando a su amada a través de mil aventuras, fugas y secuestros. Se trata de una larga aventura amorosa, unida al final en Roma con bendición papal incluida. ¿Cabe mejor y más romántico final feliz de esta parodia que se niega a decir su nombre? Pero el secreto de esta gran novela histórica, que no quiere decir su nombre, está en la brillantez discreta con la que describe sus escenarios y el perfume envenenado que nos llega de una Europa ya corrupta a punto de desaparecer. Creo que en la perfección de la escritura -y en ese estilo personal que une palabra y acción, aventura y significado sin parar, como hacía su mejor modelo, Stendhal- es donde estalla la unidad que preside la obra entera de este gran renovador que es César Tomás Aira, vale.
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