Errar con brújula
La huida es una superstición clásica y moderna; uno sabe que huye y opta por la huida con la aburrida seguridad de que será inútil. En el mejor de los casos, la huida terminará en una sospechosa ratificación de las razones por las que se huyó... llevándose invariablemente consigo la razón de la huida en la huida misma. El viaje de Antonio Escohotado es exterior pero sólo tiene sentido interior porque escoge pasar un año sabático en Tailandia como podía haber caído en la Patagonia o en Ucrania. No hay destino, porque lo único prefijado es la necesidad de viajar huyendo de la culpa y de la fría y potente cárcel que prefigura un primer párrafo antológico que no copio, pero debería copiar. Tiene concentradas las dosis de coraje, cobardía y lucidez que el resto del libro suministra más esquiva y dispersamente. Lo que anota al cabo de trescientas páginas lo sabía ya antes de salir, pero no importa; había de hacerlo igual: "Fui a Tailandia para huir del sentimiento de culpa como quien trata de evitar su sombra, y por tortuosos caminos soy devuelto a esa tesitura". No había camino real que emprender sino sólo que inventar, inventarlo para volver a casa cuando la casa es un estado interior, la alegría estoica humillantemente perdida (ante uno mismo).
SESENTA SEMANAS EN EL TRÓPICO. VIAJES POR EL PLANETA EXTERIOR
Antonio Escohotado
Anagrama. Barcelona, 2003
377 páginas. 17,50 euros
El subtítulo es verdadero, pero lleva una segunda verdad más cierta que apela al esfuerzo de autoengañarse, como si tuviese que confirmar que ese viaje ha sido real y el autor ha estado verdaderamente fuera de su casa (¿su casa?) sesenta semanas... y cuando regresa tampoco regresa de veras, o regresa pero sin regresar al sitio del que se fue porque el viaje a Tailandia y a Vietnam, la exploración de Bangkok y del miedo, y de Saigón y las patrañas, y al final otro trópico feroz, el de Brasil y aun el de Argentina, son ya nada más que metáforas geográficas de un roedor central del libro (la culpa) y demasiado protegido para mi gusto. La información aportada sobre usos, costumbres e historia de lugares inverosímiles, religiones, creencias y trampas de toda índole (no sólo de la interior) es interesantísima y a veces sobreabundante. Cuenta con el júbilo medido del explorador y la distancia profiláctica de un hombre valiente de sesenta años, asustado de cumplirlos con siete hijos, cambiando de casa y criando a un bebé chinorris con una madre joven. Y me resistiré a poner la bruma romántica al asunto, aunque hay algún verso de Joan Margarit, retomado por Luis García Montero, que viene muy al caso.
Pero rehúyo ese camino porque el libro lo rehúye también. Contiene aprensiones cavilosas, a menudo demasiado elípticas y breves, aunque su modelo literario es el clásico libro de viajes, bien informado, con portátil y consultas al compacto de la enciclopedia británica. La documentación sale porque sí unas veces y otras porque va muy bien para contar la experiencia diaria de un mercado mugriento del sureste asiático, un antro turbio o el valor de saber las interminables virtudes del caucho. Y también la procura regular de psicotrópicos, incluido el miedo temblón en un trapicheo o el relato de un seminario práctico en Brasil sobre la ayahuasca, que es una droga visionaria, y con eso el lector retoma al Escohotado casi clásico (casi, porque él es otro).
El viaje más hondo está callado, tapado, o ahogado por la movilidad física, la urgencia de hacer cosas, resolver problemas, encontrar alojamiento, escribir sobre economía, rebajar el número de estafas rutinarias de un sureste asiático incansable... Tapar, tapar, tapar: protegerse contra lo inhóspito, cuando lo inhóspito se ha puesto en el corazón y en la cama en forma de culpa: el abandono de una mujer tras muchos años de matrimonio y la aguda lucidez sobre el dolor de desear, sobre la caprichosa felicidad y sobre la neutralización sólo intermitente de la angustia de sentirse culpable sin dejar de sentirse justo.
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