Arafat, la muerte en vida
Un magnicidio político previsto para 2003 no ha podido consumarse, lo que no quiere decir que vayan a faltar oportunidades durante el año en curso. El presidente de la Autoridad Palestina (AP), Yasir Arafat, debería ser hoy sólo un cadáver, por lo menos político, y su cargo, una piñata que se disputara antes bien un grupito que uno solo de sus sucesores. Pero no ha sido así; el gran sobreviviente, un artista que mora de suyo en el alambre, ha desafiado todos los anatemas para llegar reptando a un nuevo año. Así, el rais palestino parece que sólo tolere la muerte física como inapelable terminación de su carrera.
Y si ha habido tentativa de asesinato, hay asesino. El mayor y autodeclarado es el primer ministro de Israel, Ariel Sharon, además reincidente. Su cómplice y gran consentidor, el presidente Bush, quien, sin embargo, ha dejado claro que sólo admite la plácida muerte del retiro.
Manteniéndose en el puesto, a Yasir Arafat sólo le cabe esperar que George W. Bush pierda las elecciones de noviembre, y a ver qué pasa
El líder de la gran derecha israelí ya tuvo su oportunidad en el verano de 1982, con motivo de la invasión del Líbano. Él, a la sazón ministro de Defensa de Menájem Beguin, cuando decía muerte lo hacía con todas las letras. El momento parecía idóneo: Israel había escamoteado a Egipto un tratado de paz, lo que equivalía a echar para siempre a El Cairo del campo de batalla, y era evidente que Siria no iba a embarcarse en una inviable guerra contra Israel para salvar a Arafat. La OLP luchaba sola, la espalda contra un muro de Beirut, pero el presidente norteamericano, Ronald Reagan -que el único régimen que quería derrocar era el sandinismo-, intervino para que los restos de la palestinada pudieran, con Arafat al frente, replegarse a una nueva sede en el lejano Túnez.
La segunda ocasión se ha presentado con el 11-S, que ha unificado criterios entre Washington y Jerusalén: todos los terrorismos son el mismo terrorismo, que se combate allí donde se tercie, y aunque no se tercie, como en Irak, también. Fedayin palestinos, fanáticos de Al Qaeda, resistentes de Bagdad, son todos carne de un mismo cañón para el asesinato selectivo. Y Bush ha comprado esa especie, aunque aún no haya dado permiso para que la desaparición del líder palestino sea necrológica.
¿Por qué, entonces, no ha caído Arafat? Por dos razones que valen por una. La primera, que el pueblo palestino, aunque ya no le admira masivamente a causa de su mezquino maniobreo, la corrupción de su entorno y su incapacidad para gobernar, le sigue reconociendo, sin embargo, como inventor de la nación.
Doble negación
Mientras esté ahí pero sólo a medias, Sharon se creerá confortado para no negociar, y ganar o perder tiempo para ir adelante con su plan de destrucción de la Hoja de Ruta, nominalmente de Washington. Ésa es su política de prolongación del muro de separación entre israelíes y palestinos, que habrá de devorar gran parte de Cisjordania; de repliegue de asentamientos indefendibles por aislados, más la edificación incesante de otros nuevos en el interior del territorio que planea anexionar; y de miserabilización, en general, de la vida palestina, para que cuantos más abandonen su tierra, mejor. Es como la expulsión por la mano del Ejército israelí de más de 700.000 palestinos en la guerra de 1948, pero en cámara lenta.
Especular con las posibilidades de un nuevo arranque del proceso de paz no es serio, porque hoy nadie quiere que eso ocurra. Arafat, en su inmovilidad forzada; Sharon, en la suya voluntaria; y Bush, sin idea ni vigor para remover las cosas, son el cuadro de toda una parálisis política, quizá inamovible. El líder palestino, sin embargo, pugna sin rendirse por un nuevo principio, que podría ser como reclamar la muerte.
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