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Columna
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Presión reformadora

El patio autonómico está empezando a estar revuelto. Y lo va a estar todavía más en el futuro. Ya son siete las comunidades autónomas que están contemplando, con distinto grado de concreción hasta la fecha, la reforma de sus estatutos de autonomía y aunque es improbable que, con la posición que mantiene el PP, pueda prosperar alguna de ellas, ya que las mayorías exigidas para la reforma en todos los casos son inalcanzables sin el concurso del PP, no por ello la presión reformadora va a dejar de estar presente en nuestra vida política. Es posible e incluso probable que la cerrazón actual del PP, si se mantiene en el caso de que consiga repetir como Gobierno de la nación tras las próximas elecciones generales, no haga más que acentuar una presión reformadora a la que no se le da salida.

"De una interpretación compartida de la estructura del Estado se ha pasado a una interpretación unilateral"

Era muy difícilmente evitable que acabara ocurriendo lo que está ocurriendo. La estructura del Estado se ha construido sin ningún plan director. Ha sido el resultado de la combinación de elementos diversos que se han ido superponiendo en fases sucesivas. Inicialmente estaba la reivindicación catalana y vasca, que viene de mucho antes de 1978 y que es donde está el origen de la descentralización política en España. Después vinieron las manifestaciones autonómicas que se extendieron por casi toda la geografía española después de las elecciones del 15 de junio de 1977 y de las que las andaluzas del 4 de diciembre fueron sin duda las más destacadas. Después todos los vaivenes en el proceso de redacción de la Constitución, que acabó con un compromiso dilatorio que dejaba sin constitucionalizar la estructura del Estado, aunque abría la vía para una descentralización política con determinados límites. A continuación se produjo la negociación al alza de los estatutos vasco y catalán y a la baja del estatuto gallego, todos con base en el artículo 151 de la Constitución y el intento del Gobierno de la época de que todas las demás comunidades autónomas se constituyeran por el 143. El referéndum del 28-F pondría fin a esta interpretación de la Constitución e impondría una lectura homogénea de la misma, de tal manera que el Estado se territorializaría por completo en 17 comunidades autónomas con idéntica naturaleza, organización política y con tendencia a tener un techo competencial similar. Esta nueva interpretación de la Constitución se gestionaría a través de dos Pactos Autonómicos, el primero en 1981 entre el Gobierno de UCD y el PSOE en la oposición y el segundo en 1992 con el PSOE en el Gobierno y el PP en la oposición.

El Estado autonómico es el resultado de todos estos impulsos descentralizadores. Y de algunos más que por razones de espacio no puedo mencionar. Dichos impulsos se han ido integrando de una manera mucho más articulada de lo que era previsible cuando empezó la transición. Pero su gestión continuada exigía una lealtad institucional y una relación de confianza entre los intérpretes institucionalizados de la nueva estructura del Estado, construida con base en la Constitución pero no constitucionalizada. Tanto los partidos políticos, los nacionales y los nacionalistas, como los gobiernos, central y autonómicos, tenían que estar en sintonía a la hora de interpretar las normas a través de las cuales se había ido concretando la estructura del Estado.

Esta sintonía se mantuvo, no sin dificultades pero se mantuvo, durante los primeros 20 años de vigencia de la Constitución, incluso durante los primeros años de la legislatura en que el PP ocupó el Gobierno de la nación, pero se rompió definitivamente en 1998, con la liquidación definitiva del Pacto de Ajuria Enea y la firma del Pacto de Lizarra del PNV con ETA. A partir de ese momento no fue solamente la relación del Estado con el País Vasco la que se vio afectada, sino que fue la interpretación de toda la estructura del Estado la que se vio sometida a revisión por el Gobierno del PP, alterándose con ello los equilibrios que hasta la fecha habían presidido el funcionamiento del Estado de las Autonomías. Esta revisión se haría todavía más visible tras la mayoría absoluta del PP en las elecciones de 2000.

De una interpretación compartida de la estructura del Estado se ha pasado a una interpretación unilateral, que se intenta imponer de una manera además muy autoritaria. La propia ambigüedad del conjunto normativo definidor de la estructura del Estado da una posición de ventaja muy considerable al Gobierno de la nación, cuya actuación, si no sabe autolimitarse, resulta insoportable para los gobiernos de las comunidades autónomas.

Esto es lo que está detrás de la presión reformadora que se está expresando de forma múltiple en España. Las reglas de juego no pueden quedar a merced de la definición que de las mismas hace el Gobierno de la nación, sino que tienen que estar fijadas de manera que resulten indisponibles tanto para el Gobierno de la nación como para los de las comunidades autónomas. Si hasta el momento hemos podido funcionar con una estructura del Estado no constitucionalizada, cada vez resulta menos posible.

En estas circunstancias, a Andalucía le quedan dos posibilidades: o quedarse al margen del proceso reformador, que es lo que pretende el PP, o incorporarse a dicho proceso y hacer valer sus posiciones en el mismo, que es lo que propugnan todos los demás partidos y en particular el Gobierno de la Junta de Andalucía. Si algo hay que reconocerle al presidente Chaves es haber tenido olfato para darse cuenta de que este proceso reformador se iba a poner en marcha cuando apenas resultaba visible. Recuérdese que, ante el desconcierto de propios y extraños, fue en el discurso con el que abrió el Debate sobre el Estado de la Comunidad en el que sacó a relucir el tema de la reforma del Estatuto de Autonomía.

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