El Quijote, sombra y quimera
Don Quijote en cine, en danza, en títeres; en teatro de sombras: el actual montaje de Juan Margallo en el Círculo. En dibujos animados. En ópera: inminente, la de Cristóbal Halffter en el Real, en febrero. Quijotes dispares, enfrentados: el hidalgo ultrarromántico de El Hombre de La Mancha que, por cierto, estrenaron Nati Mistral y Luis Sagi Vela en la Zarzuela, en el lejanísimo 1966, y dos años más tarde, en Italia, el Quijote rebelde, atravesado por ismos sesentayochistas, de Carmelo Bene y Leo de Berardinis. Incontables, infinitas versiones escénicas, por compañías humildes o con todos los dineros de las arcas estatales, pero pocas, poquísimas lecturas con pretensión de totalidad. Hay una reciente, tan fallida como generosa. En otoño de 2002, Henning Brockhaus, ayudante de Strehler en el Piccolo, presentaba en el Astra, un viejo cine de Turín, su Don Chisciotte, protagonizado por Michele de Marchi, tal vez la más amplia puesta del clásico que nunca se haya visto: cinco jornadas, de dos horas cada una, complementadas (¿quién da más?) por los principales entremeses cervantinos en los intermedios.
Una obra tan descomunal impone la limitación, la síntesis de lances, personajes y escenarios
No recuerdo que en nuestro país se haya hecho nada semejante. Una obra tan descomunal impone la limitación, la síntesis de lances, personajes y escenarios. Quizá la totalidad, a fin de cuentas, sea el gran molino de viento al que se enfrentan los creadores escénicos. O cinematográficos: siguen relumbrando, como un paradigma o una maldición, las gloriosas derrotas de Welles y Terry Gillian, como si el inacabamiento fuera una esencia del mito cervantino, o la espoleta para abordar sucesivas luchas con nuevos molinos, nuevos gigantes. Hay, pues, una tradición del acercamiento que lleva a rodear el obstáculo, a situarse al otro lado del espejo, o a romperlo en mil pedazos y quedarse con unos pocos. Fragmentos de un discurso teatral fue el clarificador subtítulo que Azcona y Scaparro añadieron a su Quijote de 1992, donde, no menos significativamente, la figura de Sancho/Echanove acababa arrojando su propia sombra sobre el Caballero/Flotats.
Ya intuyó Unamuno el concepto fundamental de la quijotización de Sancho, y en esa estela especular han trabajado no pocos autores. Los fastos de la Expo de 1992 propiciaron también el estreno de El viaje infinito de Sancho Panza, una original reescritura a cargo de Alfonso Sastre, protagonizada por Pedro Ruiz y Juan Llaneras: allí, detrás del espejo, encontrábamos a Sancho enloquecido por la lectura de libros y libros de caballería, narrando al psiquiatra de turno cómo fue él, y sólo él, quien espoleó a su viejo amo para lanzarse a vivir mil aventuras. De modo similar, Fernán-Gómez dio voz al escudero para que fuera el Ismael del Acab manchego en Defensa de Sancho, monólogo escrito para el actor Juan Manuel Cifuentes, revelado para dicho rol en la segunda versión de El hombre de La Mancha a las órdenes de Luis Ramírez: Cifuentes estrenó el apasionado parlamento la pasada temporada en el Infanta Isabel, dirigido por Fernando Bernués. Más recientemente -el pasado noviembre- el Teatro Núcleo de Ferrara llevaba al Festival Medieval de Elche un Quijote concebido por Horacio Czertok y Cora Herrendorf "como espejo deformante e implacable de todos nosotros": una fantasmagoría incendiada, una fiesta minimalista (sólo dos hombres y dos mujeres) en la que el hidalgo encarcelado acababa liberado por Sancho.
Rastreando en la memoria, convendría señalar que el padre de todas esas piezas -un género en sí mismo- donde el Quijote aparece por ocultación, como sombra, quimera o impronta, es en realidad una madre: la Dulcinea del olvidadísimo Gaston Baty, todo un éxito en la España de la primera posguerra. Luis Escobar la presentó en el María Guerrero en 1942, con Ana Mariscal y Manuel Arbó. Allí era Aldonza Lorenzo la quijotizada, quien, tras la muerte del hidalgo, tomaba su antorcha y, armada con su nuevo nombre, se lanzaba a los caminos para desfacer entuertos, luchar contra los malvados y proteger a los débiles ante los abusos de los poderosos. A la postre, la enardecida Dulcinea no sólo acababa perseguida por la justicia y el Santo Oficio, sino también despedazada por el mismo pueblo al que intentaba salvar. En 1971, José Luis Alonso puso en pie una nueva versión, también en el María Guerrero, con la compañía que había estrenado El círculo de tiza caucasiano, encabezada por María Fernanda D'Ocón (Dulcinea) y José Bódalo (Sancho). Curiosamente, o tal vez no tanto, María Fernanda D'Ocón volvió a ser Dulcinea en una descastada pero simpática versión cinematográfica de la novela de Cervantes, Don Quijote cabalga de nuevo, del mexicano Roberto Galvaldón, donde Cantinflas era Sancho y Alonso Quijano, el enorme Fernán-Gómez, de quien todos esperamos su nueva cita con el mito, Morir cuerdo y vivir loco, encuentro que tendrá lugar en el Centro Dramático Nacional el próximo 25 de febrero.
No querría acabar este paseo sin recordar a otro padre fundador o, si prefieren, otro compañero de viaje del hidalgo, tan febril y apasionado como él: el americano Tennessee Williams, que en 1953 concibió su incomprendida Camino Real como "un sueño de Don Quijote". La dirigió en España Modesto Higueras, en 1958, una vez más en el María Guerrero, con Javier Loyola y José Calvo. Su protagonista, Kilroy, un héroe de guerra, viajaba al país del Dragón ("el país de los solitarios, de los seres perdidos, sedientos de absoluto") y en su ruta se encontraba con Casanova, con Margarita Gautier y Byron, con el barón de Charlus. Al final, a punto de renunciar a su búsqueda, Kilroy recibía la visita del Caballero de la Triste Figura, que cerraba la obra con una frase que brilla como un talismán: "La vida es una pregunta sin respuesta, pero debemos seguir creyendo en la dignidad y la importancia de esa eterna pregunta".
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