El Senado como síntoma y su reforma como remedio
El presidente del Gobierno ha rechazado reformar constitucionalmente el Senado porque la Cámara alta "está bien como está" y porque los nacionalistas obtendrían ventajas de llevarse a cabo. Me propongo discutir la tesis central de su aserto con una denuncia y con dos argumentos. El primer argumento es funcional. Hay que abrir un cauce en el Senado para que las Comunidades Autónomas participen en las tareas estatales que realizan las Cortes Generales: enmienda de las leyes, aprobación de grandes planes de infraestructuras, distribución de los fondos presupuestarios o la elección de las altas magistraturas institucionales. Sencillamente, hagamos verdad el artículo 69 de la Constitución: el Senado es la Cámara de representación territorial. Hasta 1998, cuando Aznar adoptó la estrategia de asociar la cohesión de España con su oposición a cualquier reforma, en el Senado existía un consenso que comprendía a los nacionalistas, acerca de cómo transformarlo. Se basaba en unos principios congruentes con la Constitución. Los senadores no se elegirían a la vez que los diputados, sino en el momento de las elecciones autonómicas, facilitando al máximo que la voluntad de los gobiernos territoriales llegue al Senado. No se deben alterar los poderes del Congreso (pues representa a la soberanía indivisible), pero el Senado debería servir a las Comunidades, haciendo que concretas leyes de contenido autonómico sean de primera lectura en él, y su aprobación definitiva pase por la comisión mixta Congreso-Senado, que ya existe en el 74.2 de la Constitución. Sobre la protección de los hechos diferenciales, más adelante culminaré este sintético análisis con un relato.
Francisco Tomás y Valiente detectó el origen de la insuficiencia de un Senado como el que tenemos para un Estado como el que hemos acabado teniendo. El Senado del anteproyecto de Constitución de 5 de enero de 1978 se elegía por los parlamentos de las Comunidades, además de un número de senadores designados por el Congreso. Inicialmente estaba implícita una cierta constitucionalización del modelo autonómico. Pero al final se estableció el principio dispositivo. El desarrollo autonómico quedaba a disposición de la voluntad de los partidos políticos.
Hacia 1978 puede que algunos pensasen que España iba a ser Italia: unas regiones con estatutos políticos y otras iniciando un camino desde muy abajo. Hay que recordar que el artículo 147 (el destino de la iniciativa lenta usada universalmente excepto por Andalucía y Navarra) no prevé Parlamento obligatoriamente. Pero tras las elecciones locales de 1979, España se dispuso a descentralizarse como Alemania. Hacia 1981 los partidos acudieron al expediente clásico con el que habían abordado los grandes cambios constitucionales. Firmaron los primeros pactos autonómicos. Tuvieron dos partes. La generalización de estatutos con parlamento. Y a falta de un Senado apto para encauzar y regular de manera permanente la participación autonómica en el Estado, la segunda parte fue la aprobación de una ley muy famosa: la ley orgánica de armonización del proceso autonómico. Poco después fue declarada inconstitucional, con bastante sentido. Pero a falta de Senado adecuado y de ley armonizadora, el modelo seguía estando a merced de la voluntad política.
A los cinco años de generalizarse el autogobierno, las reformas de estatutos se propulsaban por doquier. El conservador Aznar del presente, en 1987 aprobó no una, sino dos reformas del estatuto de la Comunidad que gobernaba, con mayor entusiasmo que el mayor de los actuales entusiastas que hoy nuestro presidente denuesta. Actualmente nos hallamos donde nos hallamos. La pregunta es: ¿puede hoy como hace 25 años integrarse el modelo autonómico mediante el sistema de partidos políticos? ¿Por qué sólo nosotros y Canadá seguimos teniendo fe en que este modelo puede gobernarse desde un ministerio especializado?
La primera respuesta es negativa. Y una paradoja, de efectos temibles, que quienes rompieron los consensos básicos cuando contaban con los nacionalistas para gobernar, se nieguen ahora a institucionalizar en el Senado relaciones que hasta hace un tiempo pudieron articularse mediante pactos entre partidos nacionales. Y lo que cabe constatar es que Canadá y España coinciden en poseer un Senado inservible por anticuado.
En junio de 1998 los presidentes autonómicos pertenecientes al PP comparecieron ante la ponencia que estudiaba en el Senado su reforma constitucional. Sin razón, teatralizaron una indignación contra Joan Rigol (vicepresidente CiU de la Cámara) y contra mí, con el argumento incierto de que pensábamos privilegiar a las Comunidades titulares de hechos diferenciales. Esa historia del veto, que Aznar ha vuelto a repetir el día del aniversario constitucional. La ventaja de no haber hecho nada en el Senado consiste en que lo viejo parece nuevo. Desde entonces (declaraciones de Barcelona o de Estella a los pocos meses), el debate se fue al monte del radicalismo, expulsado por una maniobra que anticipó la estrategia del choque de trenes. Éste es el relato de mi denuncia.
Yo creo que el modelo es flexible. Pero la forma del Estado está inscrita en el artículo 2 de la Constitución. El núcleo duro. Soberanía indivisible, pero derecho al autogobierno de las nacionalidades y regiones. Por arriba, todas las Comunidades pueden ser iguales. Como deben serlo los ciudadanos ante el Estado. Pero en su origen hay hechos diferenciales que la II República ya reconoció, y que esta Constitución lo hizo en la disposición transitoria segunda. Lo que pretendíamos Joan Rigol y yo era buscar en el Senado una fórmula para proteger los hechos diferenciales, la lengua por ejemplo, en tanto que valor constitucional. Exactamente, concretar la reflexión de Jordi Pujol cuando compareció ante esa ponencia que saltaría después por los aires en 1998. "Cataluña podría un día renunciar a la competencia de industria, pero nunca a las que tienen que ver con la razón de ser de su aspiración al autogobierno". Este bloqueo explica una anomalía. El principio federal ha sucumbido ante el principio identitario. Toda Comunidad aspira a afirmarse diferente, ante el temor de no ser tratada igual.
El segundo argumento es de índole moral. Francisco Rubio Llorente y Manuel Ramírez se han referido por estos días a la discutible calidad de nuestra cultura e instituciones democráticas. Creo que el Senado es un síntoma. Como no sirve para canalizar el pluralismo territorial, las Comunidades autónomas participan en el debate estatal sólo a través del sistema de partidos. Las consecuencias no son sólo disfuncionales. Como el debate está fuera de las instituciones, no es de intereses, sino electoral, permanentemente de principios. Así, veinticinco años después, asistimos impávidos a las recurrentes pretensiones para iniciar nuevos e indefinidos procesos constituyentes. La Cámara de representación territorial no es el Senado, sino, obviamente, la Cámara del pluralismo ideológico: el Congreso. Pero allí, mientras unos diputados defienden sus programas y sus equipos para gobernar España, otros sólo sienten la obligación de reivindicar a favor de su Comunidad de origen. Ejercen como una especie de senadores de primera, mientras los senadores auténticos operamos como una especie de diputados de segunda.
Este fenómeno explica otro, crucial para entender que mientras avanzamos en la integración humana y económica de las sociedades, por ejemplo, vasca o catalana, estamos retrocediendo en la integración de los nacionalistas. Mientras Cambó entró en un Gobierno de España en 1917, y nacionalistas vascos, catalanes y gallegos lo hicieron en los años treinta, nunca con esta Constitución ha sido posible un Gobierno en coalición con nacionalistas. Mientras el pluralismo territorial no se institucionalice, los nacionalistas no tendrán necesidad de dar el paso integrador definitivo: ponerse al otro lado del mostrador.
Y por último, la patología: la doctrina de los partidos integradores del Estado. Un truco para bloquear cualquier alternancia. Sólo un partido con plenos poderes, uniformado, garantiza la cohesión de España, frente a otro que, organizándose de igual modo, se ofrece para avanzar hacia la libertad de Euskadi. Hay una implícita intención de mutar la democracia en un régimen de partido. Cuando el partido político deja de ser instrumento, y se convierte en estructura estatal, se invierte todo. Se anulan las instituciones y a las personas que en ellas representan a sus electores. Y para el caso que nos ocupa, las Comunidades Autónomas son concebidas como una especie de supergobiernos civiles, a dirigir desde los poderes centrales, con la intención de controlar el pluralismo territorial pensando en la conservación del único poder verdadero: uno sin límites ganado a causa del temor.
Juan José Laborda es portavoz socialista en el Senado.
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