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Columna
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Bolígrafos

Tienen alma de hormiga, porque siempre desaparecen. Quizá los bolígrafos de mi casa se ponen en fila, recorren el pasillo y se sumergen en la oscuridad por algún agujero secreto, una brecha insoportable en mi tranquilidad cotidiana. Yo los compro, los reparto, coloco algunos en la mesa del estudio, otros junto al teléfono, en la mesita de noche, en la cocina. Pero cuando quiero escribir una carta, o anotar un número, o subrayar un libro, o hacer la lista de la compra, pierdo media hora buscando un bolígrafo. El encargado de la papelería del barrio piensa que soy un maniático, un loco obsesionado por los bolígrafos. Me llevo bolsas, paquetes, cajas, con la regularidad sin calma de un grifo roto o de una cisterna con problemas de sueño. Cuando le pido folios, o sobres, o un cartucho de tinta para la impresora, y me ve merodear por las dudas del pedido, comprende mi timidez, sonríe y pregunta: oye Luis, ¿hoy no necesitas bolígrafos? Bueno, dame un paquete de esos con el capuchón rojo. La estrategia de los colores suele resultar fallida. Azules, negros, rojos, verdes, se pierden igual, y además complican las cosas, porque la tinta no se corresponde con la situación, si es que alguno llega a salir del hormiguero. No es conveniente escribir cartas profesionales con letra roja, o poemas con palabras verdes. Neruda escribía siempre con tinta verde y, como tenía mucha personalidad, los versos escritos en verde suenan a Neruda. Tampoco me da resultado la estrategia de los precios. Por un momento pensé que los bolígrafos caros iban a ser más obedientes que los baratos, y me regalé o pedí bolígrafos de regalo por mi cumpleaños. Pero, en el fondo, ricos y pobres tienen alma de hormiga. Uno acaba sin bolígrafo, y con mala conciencia por el regalo perdido o por el dinero derrochado.

Esta mañana estuve a punto de justificarme ante el amigo de la papelería con una coartada humanitaria. ¿Qué pasa?, pertenezco a una ONG que se dedica a repartir bolígrafos por las escuelas del mundo. Pero no me gusta jugar con las cosas de la solidaridad, y tarde o temprano se acabaría enterando de la mentira o se dedicaría a difundir por el barrio el nombre de Don Bolígrafo sin fronteras. Sería un acierto, porque uno es siempre el primer asunto de la propia solidaridad, el que nos queda más cerca, y a mí me ha tocado la catástrofe de los bolígrafos. Puede ser cuestión de desorden o de ingenuidad. Aunque a veces me dan sustos las llaves, o los libros, o el monedero, la verdad es que nunca se han convertido en un problema doméstico, ni en una metáfora de mi mala cabeza. Los bolígrafos sí, y por eso estoy sospechando que sus fugas se deben a mi ingenuidad o a mi impertinencia. Tuve la intuición esta mañana, cuando quise escribir la carta a los Reyes Magos y descubrí que no había ni un solo bolígrafo en casa. Desde niño he creído que se pueden escribir cartas al futuro, incluso que se puede escribir el futuro con nuestras manos, y eso es una temeridad. Quizá sea cargar con demasiada responsabilidad al número de teléfono anotado en un periódico, a la dirección escrita en una servilleta, a los versos apuntados en un cuaderno, al papel de cartas bañado con el perfume y la tinta del porvenir. No sé, pero los bolígrafos de mi casa tienen alma de hormiga.

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