Una actividad financiera secreta
Parmalat constituye un extraordinario caso de esquizofrenia empresarial. La actividad industrial era sólida, y el buen ritmo de ventas permitió encubrir durante años el lado oscuro de la sociedad: una actividad financiera secreta y desenfrenada que había que alimentar con dosis cada vez más frecuentes de créditos y emisiones de deuda. El lado visible era saludable. El lado invisible era un monstruo.
Las cuentas que Parmalat presentó en 2002 tenían un aspecto excelente: una facturación de 7.590 millones, unos beneficios de 613 y una deuda de sólo 1.862 millones. Todo parecía ir de maravilla, aunque se percibían algunos detalles fuera de lo normal: el grueso de las ganancias de la corporación alimentaria, presente en 30 países de los cinco continentes, no procedía de vender leche o precocinados, sino de operaciones financieras.
Nadie cuestionó las cuentas del pasado ejercicio. Las autoridades financieras italianas no podían rastrear la vertiente financiera de Parmalat, desarrollada a través de una red compleja de filiales protegidas por la opacidad de paraísos fiscales como Islas Caimán o Luxemburgo. Pero, pasados unos meses, el 26 de febrero de este año, cuando Parmalat anunció una emisión de bonos por importe de 300 millones, destinada a inversores institucionales y con vencimiento a siete años, muchos preguntaron por qué y para qué un salto de endeudamiento tan importante. La empresa no respondió y optó por cancelar el proyecto. Las acciones cayeron un 9% en Bolsa y el director financiero, Fausto Tonna, fue apartado del cargo. El lado oscuro empezaba a ser demasiado grande como para permanecer oculto.
Aquélla fue la primera señal de alarma. Nadie, sin embargo, creyó que ocurriera nada muy grave en el interior de Parmalat. Pagaba regularmente a sus 36.500 empleados y a sus proveedores, absorbía el 10% de toda la producción láctea italiana, tenía un pie firme en el mercado norteamericano (35% del total de ventas) y había acumulado una larguísima colección de marcas (en España, como ejemplo, Clesa, Cacaolat, Letona, La Levantina y Helados Royne) perfectamente acreditadas. Dos meses después del fiasco de los bonos, el fondo de pensiones Philips, poseedor del 2,05% de las acciones, se limitó a pedir una gestión un poco más transparente. Deutsche Bank mantuvo la confianza en Parmalat y en septiembre absorbió en solitario una emisión de bonos de 350 millones.
A juzgar por las cuentas a disposición del público, Parmalat no podía hundirse, porque había acumulado un tesoro de 4.000 millones de euros depositado en una "caja fuerte" llamada Bonlat, una filial domiciliada en las Islas Caimán. Eso decía, al menos, el balance. En realidad, la caja estaba vacía. Quizá sólo el fundador, propietario y hasta hace unos días presidente de Parmalat, Calisto Tanzi, sea capaz de explicar qué ocurrió y por qué. Varios altos directivos marginados en los últimos años atribuyen el desastre a la drogadicción. "La empresa inició una expansión muy rápida en los noventa, con adquisiciones como la de la canadiense Beatrice Foods, y los bancos se peleaban por financiar el crecimiento", dijo uno de esos directivos al diario La Repubblica. Mientras Parmalat absorbía Beatrice Foods y se asentaba en el mercado americano, los bancos "ofrecían más y más, hasta que la empresa adquirió adicción al dinero y a las operaciones financieras, organizadas y cobradas a precio de oro por la propia banca".
Tanzi se desinteresó de la fabricación y de las ventas y se rodeó de financieros, dedicados a manejar y encubrir una red espesa de sociedades instrumentales que invertían dinero en dinero y pedían más y más. Hasta que llegó el derrumbe bursátil de 2000. El lado oscuro y yonqui de Parmalat requirió cantidades crecientes de dinero para encubrir sus pérdidas. Hubo que falsificar documentos en grandes cantidades y de forma "muy obvia", según los fiscales que revisan estos días los papeles. Como el documento que acreditaba la posesión de una cuenta en Bank of America por importe de casi 4.000 millones. Bastó que alguien preguntara al banco estadounidense para averiguar que no existía esa cuenta. Las falsificaciones se cuentan por miles. El agujero podría ser superior a los 10.000 millones de euros.
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