Reforma a peor
Lo menos que cabría esperar de la reforma de la Ley de Extranjería que hoy entra en vigor es que fuera la última de las varias -cuatro de diverso alcance- que ha sufrido en sus apenas tres años de vigencia. El Gobierno del PP enarboló la ley poco menos que como el arma definitiva para encauzar el fenómeno de la inmigración. Con ella se pondría fín al efecto llamada atribuido a legislaciones anteriores más benignas y se establecerían, por fin, los cauces para una "inmigración legal y ordenada" bajo control del Estado.
Los hechos pronto demostraron que esa visión, además de simplista, poco tenía que ver con la realidad. La inmigración irregular no ha sido frenada- existen más inmigrantes sin papeles y en condiciones de vida más inhumanas que nunca- y las vías para la "legal y ordenada" se han revelado insuficientes incluso para satisfacer las demandas de mano de obra extranjera del sistema productivo y de la sociedad en general.
La nueva y reformada Ley de Extranjería endurece el texto original, al incluir los 11 artículos del reglamento anulados por el Tribunal Supremo por restringir derechos fundamentales. Pero al menos tiene el mérito de ser fruto, en una pequeña parte, de un acuerdo con el PSOE que si no cambia su naturaleza ni su orientación represiva abre algunos portillos a la inmigración legal, como la concesión de un visado de tres meses para la búsqueda de empleo o la autorización de residencia temporal en casos de arraigo o de colaboración con la justicia en la persecución de las mafias que trafican con immigrantes.
Que el Gobierno rechace un pacto institucional sobre la inmigración desde la presuntuosa creencia de que él solo se basta para gestionarla no exime a la oposición de intentar corregir derivas peligrosas. El esfuerzo por mejorar una ley, aunque se esté en desacuerdo con ella, constituye un ejercicio de responsabilidad política. Mejor sería, en cualquier caso, que el Ejecutivo se convenciera de la insuficiencia de abordar este complejo fenómeno desde una óptica casi exclusivamente legal-represiva, como lo demuestra el hecho de que las mafias de la inmigración muevan más dinero que las del narcotráfico. El Gobierno debería imitar a los de otros países europeos con fuerte presión migratoria: tender la mano al conjunto de fuerzas políticas y sociales en aras de un consenso que afronte la inmigración como política de Estado y no como instrumento de lucha partidaria y reclamo electoral.
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