El Gobierno de Maragall
Pasqual Maragall tomó ayer posesión de la presidencia de la Generalitat con normalidad. Ésa es la noticia, porque sus prolegómenos se han rodeado de un dramatismo que de ninguna manera sintoniza con la recepción, más bien cálida, de la ciudadanía catalana a su primer Gobierno de izquierdas en muchos decenios: "Ja som aquí", clamaban sus seguidores en la plaza de Sant Jaume. Y que tampoco se adecua al comportamiento, austero pero plenamente institucional, de su antecesor en el cargo, Jordi Pujol.
Maragall proclamó su voluntad de contribuir al quehacer conjunto de España, "no desde la educada distancia" anterior, sino desde la voluntad de reforzar los "puentes de diálogo", ilustrada por la inédita presencia de líderes autonómicos y europeos, mayoritariamente, aunque no sólo, socialistas. Y reafirmó su compromiso de profundización autonomista y de complicidad próxima "con los ciudadanos de base", que se propone plasmar con un plan de choque de medidas sociales. El logro de un acertado equilibrio entre estas pulsiones será el baremo para evaluar la etapa que ahora inaugura Cataluña.
El Gobierno formado ayer arroja luces y sombras. Es multipartidario, como resulta frecuente y a veces fructífero en Europa y parece sorprendente en España. Y se adivina capaz de afrontar una gestión difícil -la administración cotidiana anterior aparece manifiestamente mejorable-, aunque menos dotada para cohonestar, especialmente ante la próxima campaña electoral, discursos diferenciados.
El Gobierno Maragall deberá acreditar cohesión interna, pues la cogestión de los departamentos ideada inicialmente ha cedido paso al monocultivo de cada partido, salvo en Enseñanza y Sanidad, lo que pespuntea el peligro de actuaciones de taifas. La considerable presencia de alcaldes y concejales prefigura unos gestores conocedores del terreno, aunque en su totalidad se trate de cargos de los partidos, lo que asegura la disciplina, pero no necesariamente la innovación. Y el aumento de consejerías para acomodar a diversos socios sólo será comprensible si se contrapesa con la eliminación de institutos, consorcios y entidades prescindibles creadas por el clientelismo pujolista.
Su punto más débil es la escasa presencia de mujeres, aunque sea ligeramente superior a los anteriores, así como de políticos nacidos fuera de las tierras de habla catalana. Maragall no puede refugiarse en que su partido sí cumple la cuota femenina prometida, a diferencia de sus socios. Preside a todo su Gobierno, no sólo a los suyos. Y si recoge sus luces, también debe asumir sus sombras.
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