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Morir en Bagdad

Antonio Elorza

En su intervención ante el Congreso del pasado 2 de diciembre, el presidente Aznar ha exhibido por enésima vez en este año la peor faceta de su personalidad política. No se trata ya de que sus planteamientos sobre la crisis de Irak sean reaccionarios o reflejen una actitud de vasallaje respecto del Gobierno de Bush, sino de que ese seguidismo va acompañado de una dosis inadmisible de ignorancia voluntaria y de una arrogancia que en el fondo expresa un menosprecio de los usos parlamentarios. Da lo mismo que el líder de la oposición censure, argumente u ofrezca una perspectiva de diálogo, o que los planteamientos de los restantes oradores den cuenta del amplio abanico de sensibilidades desde las cuales una abrumadora mayoría de los españoles se opone a esta guerra. Con la ayuda de un reglamento aplicado férreamente, su segunda intervención, ahora apoyada por Rajoy en el triste papel de telonero, no responde a nadie y se limita a descalificar a todos, con un texto redactado de antemano. Son malos patriotas y peores políticos aquellos que no caen en la trampa de confundir la condolencia por los agentes muertos con la exigencia de unión sagrada que plantea el Ejecutivo. Hasta aflora alguna vez la invocación del "honor", de ese vacuo honor de España, que huele a canovismo apolillado.

En la base de esa rigidez se encuentra la aludida ignorancia voluntaria, convertida en argumento de indiscutible autoridad. "No hay peor ciego que el que no quiere ver", advertía el viejo profesor. A tal máxima habría que añadir, teniendo en cuenta el presente caso, la de que hay en política un caso todavía más grave de ceguera, la del invidente que se obstina en llevar por su errado camino a quienes no lo son. Conviene advertir, no obstante, que Aznar tiene sus motivos para actuar de este modo. Cualquier intento de adentrarse en el complejo problema de la ocupación de Irak echa por tierra sus planteamientos marciales. Si lo que trae por la calle de la amargura a los ocupantes es simplemente la acción de unas bandas terroristas compuestas por fanáticos seguidores del "dictador oculto", con el refuerzo de integristas a la afgana, el asunto cae de lleno en ese cajón del "antiterrorismo" que para Bush, Blair y Aznar legitima todas las violencias y todos los disparates. Para Aznar, España lucha contra los terroristas en Irak, del mismo modo que aquí lucha contra ETA. Establecer redes de espionaje españolas en Irak equivale a detectar comandos etarras. Al reaccionar con una guerra de emboscadas a la ocupación del Imperio y de sus aliados, los guerrilleros iraquíes no ejercen una resistencia armada; son criminales terroristas.

Aznar y sus asesores debieran leer por lo menos aquellos análisis de la crisis procedentes de los círculos norteamericanos que justificaron primero, celebraron luego y tratan de sostener ahora la conquista de Irak. En sus textos no se habla de "antiterrorismo", sino de "contrainsurgencia", lo cual sugiere un escenario bien diferente, donde los protagonistas de un ataque con misiles, de una emboscada o de un acto estrictamente terrorista de voladura mediante coches bomba, son grupos armados que operan en un amplio marco territorial, en este caso el triángulo suní en torno a Bagdad, con un notable apoyo de la población local, expresado de forma macabra en las celebraciones de los lugareños a costa de los muertos cada vez que tiene éxito uno de esos atentados. Estamos ante un escenario clásico que nos remite a los orígenes de la guerra de guerrillas, una de cuyas expresiones paradigmáticas fue la nuestra de Independencia. La formación de las guerrillas no es el producto espontáneo del rechazo de la población autóctona hacia los invasores, ya que son necesarias las armas y un mínimo de experiencia militar, que en la España de 1808 como en el Irak de hoy proceden de un ejército derrotado. Tal y como explicara ya hace años un historiador apasionado por el tema, Miguel Artola, la desagregación del ejército regular se constituye en premisa para la formación de los núcleos de resistencia armada, cuya supervivencia requiere, ahora sí, el apoyo activo de la población y la eliminación de todo contacto de la misma con el invasor. De ahí que las acciones humanitarias de éste, lo mismo que la labor de infiltración del mismo en la sociedad iraquí, sean blancos privilegiados, lo mismo que los instrumentos locales de cooperación con los ocupantes, con la policía reconstituida en primer plano. Se trata de cerrar el espacio resistente contra todo intento de penetración desde el exterior, y el hecho de que las tropas norteamericanas tengan que recurrir a sangrientas operaciones de castigo y a registros y detenciones nocturnas, espectaculares y violentas, refleja el éxito de esa táctica y genera una espiral de oposición creciente al invasor por parte de la población civil, víctima de las represalias.

Paralelamente, en un círculo exterior, el ataque a todo tipo de aliados y colaboradores del Gran Ocupante se constituye en exigencia técnica para reforzar su aislamiento y conferir el carácter de resistencia conducente a una guerra de liberación nacional a lo que en un principio fue recurso desesperado para los seguidores de Sadam, dirigido a compensar la superioridad militar absoluta de los aliados. Fue desechada probablemente una resistencia a ultranza inútil, a favor de la conservación de minorías baazistas armadas, a modo de llama oculta desde la cual habría de encenderse el incendio de una resistencia orientada a generar costes humanos y económicos intolerables para las fuerzas de ocupación. No en vano Henry Kissinger había advertido, en relación con la primera guerra contra Sadam, de la necesidad de aplastar al núcleo duro de sus fuerzas armadas como paso previo a la ocupación definitiva del territorio.

El mismo Kissinger, nada sospechoso de pacifismo, recuerda en sus notas para una diplomacia del siglo XXI, escritas en 2001, un defecto capital de que tradicionalmente da muestra la política norteamericana de intervenciones exteriores: "Los Estados Unidos han considerado siempre el empleo de la fuerza y el ejercicio del poder como fases separadas y sucesivas. Cuando hacen la guerra, buscan la capitulación incondicional, lo cual evita la exigencia de combinar fuerza y diplomacia, y actúan después de la victoria como si el elemento militar ya no fuera necesario, obligando a los diplomáticos a tomar el relevo de una especie de vacío estratégico". Si sustituimos el término "diplomacia" por el de "política", tenemos definido el cuadro clínico de la crisis de Irak. Primero, armas sin política; luego, a esperar que el reconocimiento inmediato de la bondad de su acción hará posible la adopción por el vencido de una política de subordinación voluntaria, con lo cual el esfuerzo bélico cede paso al mantenimiento del orden y a la labor humanitaria, doblada en este caso por los contratos millonarios a costa de la reconstrucción y del petróleo. Un sueño que rápidamente se ha convertido en pesadilla, como justa recompensa a una guerra emprendida sobre la base de una intoxicación a escala mundial sobre el peligro de las armas de destrucción masiva en Irak y desde el falso supuesto de que la población iraquí, incluido el centro del país suní, deseaba por encima de todo verse libre de Sadam y poner en marcha algo tan desconocido para ellos como una democracia. Malos salvadores son además los que llegan destruyendo e incrementando la miseria ya provocada por el embargo de laúltima década. La máscara humanitaria se desvanece entonces y queda al descubierto el rostro poco atractivo de una ocupación militar. De ella participan las fuerzas españolas, por fortuna en un área donde el descontento todavía no ha alcanzado el nivel de la resistencia baazista y suní.

En suma, una cosa es el terrorismo de unas bandas armadas y otra las acciones terroristas en el marco de una incipiente guerra de resistencia. El terrorismo es algo demasiado serio como para aceptar sin más que se le convierta en cajón de sastre para justificar políticas infundadas. En el mundo actual, el terrorismo supone la adopción sistemática de una forma de violencia consistente en una sucesión de acciones puntuales, pero de significado político inteligible, a cargo de una organización clandestina, con un alto grado de destrucción que favorece una difusión mediática, gracias a la cual se produce una erosión del consenso en que apoya su dominio el adversario contra el que van dirigidas. En este sentido, es claro que los atentados con coches bomba en Irak, desde el realizado contra el edificio de la ONU, son merecedores de la etiqueta de terrorismo, y que la figura del shahih, del terrorista suicida, enlaza con el terrorismo islámico y recoge la aproximación en los últimos tiempos de la dictadura laica de Sadam a la invocación de una guerra santa que atrae sin duda a los creyentes suníes hacia esa resistencia nacional-religiosa impulsada desde los reductos baazistas en la clandestinidad. Ahora bien, en Irak el antecedente es el terrorismo en la guerra de independencia de Argelia; no Hezbolá, ni Hamás. Los halcones al servicio de Rumsfeld lo han visto perfectamente: los terroristas son ante todo insurgentes.

Eso no significa que el terrorismo tenga un papel secundario en esta crisis. Todo lo contrario. Pero frente a lo que propone Aznar, el riesgo terrorista no reside en los grupos de iraquíes que disparan contra helicópteros, convoyes o colaboradores de la ocupación, sino en el enorme impacto que la guerra, sumada a la política de Sharon en Palestina, está teniendo sobre la opinión musulmana a escala mundial. Bush, y con él Blair y Aznar, se han convertido en los principales proveedores de simpatizantes de Bin Laden. Basta recorrer las librerías de las mezquitas, y de los alrededores de las mezquitas, en Londres, escuchar los sermones de los imames y atender a los principales indicadores de la opinión pública musulmana, para percibir que en lo sucesivo la oposición a Israel, antisemitismo visceral incluido, y la satanización de los nuevos cruzados de Occidente, van a estar una y otra vez en el orden del día, acrecentando en vivero de los islamistas dispuestos de justificar, y en el límite a colaborar con la violencia desde nuestros países. Los folletos que en los citados puntos de venta llaman ostensiblemente a la yihad, con el brazo del guerrero alzando el Kaláshnikov, o con la espada del Profeta en la portada, son tan explícitos como su contrapunto, los libros que desde centros de propaganda imperialista en Norteamérica identifican islam y terror, con portadas donde la imagen del terrorista Atta se superpone a la de una joven con el velo. Esto es irrelevante para Aznar.

Como lo es la perspectiva abierta por los citados halcones de Rumsfeld, en las publicaciones del proyecto para el Nuevo Siglo Americano y del American Enterprise Institute, donde se contempla para el Irak suní el escenario más verosímil de una guerra larvada de larga duración, en que la victoria de la contrainsurgencia tomaría como modelo la victoria sobre los patriotas filipinos entre 1898 y 1902. El camino para alcanzar un autogobierno iraquí, inevitablemente tutelado desde Washington, pasa por una contienda sorda orientada a eliminar implacablemente los núcleos de resistencia, al mismo tiempo que se intenta cortarles localidad tras localidad del resto de una sociedad sometida a permanentes tácticas de vigilancia y control por parte de las patrullas militares norteamericanas y sus eventuales colaboradores en la nueva policía iraquí. Ello significa a corto plazo mayor presión y más recursos militares en ese 5% de Irak donde tienen lugar el 90% de los ataques, según Paul Bremer.

La cuestión es si resulta razonable que España siga implicada a fondo en un empeño de tan dudosas expectativas y tan subordinado al complejo de intereses de los Estados Unidos como gran potencia. Ciertamente, una vez cometido el disparate de la colaboración militar, crear de inmediato un vacío sería poco sensato, pero no lo es menos renunciar a la exigencia de un replanteamiento que sólo puede tener a la ONU como protagonista. Incluso desde el ángulo estricto del interés nacional, para nada necesitamos mantenernos en la condición de servidores de la cruzada de Bush y de protagonistas secundarios de algo que es vivido como una agresión contra todo el mundo musulmán. Luchar contra el terrorismo es una cosa, pagar con la vida de nuestros compatriotas la empresa imperial de Bush y contraer nuevos riesgos como blancos de la violencia integrista, otra bien diferente. De no haber más razones, esta actuación disparatada y empecinada de Aznar y del PP en política exterior bastaría para justificar la necesidad de un relevo en las elecciones de marzo.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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