El monstruo
Ha hecho cosas brutales. Sin duda es uno de los grandes monstruos de nuestra época, una abominable distinción en la que, por desgracia, no está solo, porque los criminales sanguinarios han sido y son legión en nuestros días. Sabemos que ha masacrado con armas químicas a miles de kurdos, que ha implantado el terror en su país durante décadas. Cuentan que su crueldad era tan extravagante y tan extremada que enterraba vivos a sus prisioneros y hacía pasar lentas apisonadoras por encima, o que les obligaba a beber gasolina y luego ordenaba que les dispararan en el estómago para prenderles fuego. Conocemos ahora todas estas atrocidades hasta en su más horripilante menudencia porque Sadam es nuestro gran enemigo y hay que acabar con él. Ni qué decir tiene que, durante los muchos años en los que Sadam fue "uno de los chicos", colega de Occidente y amiguete de armas, también enterraba vivas a sus víctimas, arrancaba uñas con alicates y reventaba kurdos, pero por entonces no convenía que se supiera. Son las hipocresías de la alta diplomacia internacional, pero eso no altera la sustancia monstruosa del gran monstruo. O sea, Sadam es un tirano y un individuo abyecto.
Pero le veo ahora, caído desde lo más alto de su poder estratosférico, sacado como quien saca una muela de su alvéolo de ese hoyo estrecho e inhumano, de ese zulo ínfimo en el que ha estado encerrado durante tanto tiempo. Le veo greñudo, hinchado, envejecido, aturdido. Veo lo que el sufrimiento puede hacer en una persona, porque ese hombre sin duda ha sufrido. Observen sus ojos, con esa mirada tan opaca, vacía, tal vez un poco loca. Adviertan su mansedumbre, la completa docilidad con la que abre la boca para que unas manos enguantadas le examinen los dientes, en esa humillante imagen como de viejo caballo, tan simbólica. Dicen que no opuso resistencia, que está colaborando. No me extraña: se ve que tiene la cabeza sometida y el cuerpo roto. Sadam es un asesino repugnante, pero hoy también es un anciano indefenso y dañado. Lo que de verdad nos diferencia de ese verdugo indecente es nuestra capacidad para reconocerle como humano y para compadecerle, pese a todo.
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