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Columna
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La cruzada democrática

Todos sabíamos que Sadam Husein se comportaba como enemigo declarado de Bin Laden y que Irak era uno de los pocos países del área que no habían apostado nunca al terrorismo exterior. A pesar de lo cual Bush y Blair nos vendieron la guerra como una acción preventiva contra la amenaza terrorista iraquí. Luego la agresión anglo-americana cabalgó a hombros de las armas de destrucción masiva. La inverosimilitud del aserto, que la evidencia impuesta por el desenlace de la guerra ha convertido en ridículo, no ha logrado calmar a sus propagadores. Pero, con todo, ha sido la última de las mentiras, la más disparatada de las tres patrañas. Pretender que la acción bélica de Bush tenía como objetivo establecer la democracia en el área es una broma siniestra. Pues no sólo es imposible asentar un sistema democrático a golpe de bombas y de muertos, sino que cualesquiera elecciones libres en los países del Golfo han de traducirse en la legitimación democrática del poder islámico, lo que en ningún caso está dispuesto a aceptar EE UU.

Es imposible asentar un sistema democrático a golpe de bombas y de muertos

Simultáneamente se ha buscado para las múltiples disfunciones de la democracia una tranquilizadora compensación en su política exterior, constituyendo en eje de la misma el ethos democratizador. Hoy todos los países se han incorporado a la cruzada democrática, todos quieren tener un excedente exportador de democracia. El Habermas moderado y convencional de la última década, el del patriotismo constitucional y de la democracia clásica, asigna dos objetivos al sistema democrático: asegurar la participación política de los ciudadanos en cuanto miembros del Estado y garantizar la efectividad de sus derechos como miembros de la sociedad. Estas dos metas y los núcleos en que se concretan -la soberanía popular y los derechos humanos- emergen en dos tradiciones bien diferenciadas: la republicana y la liberal. La primera, inspirada por el humanismo del Renacimiento y por las revoluciones americana y francesa, se basa en el poder del Estado que viene exclusivamente del pueblo; la tradición liberal, en cambio, responde únicamente al interés de cada ciudadano. Queda pendiente cuál de los dos principios deba primar: la igualdad ante la ley amparada en los derechos humanos o el proceso autoconductor del pueblo soberano como expresión e intérprete de la comunidad. La respuesta que aporta Habermas consiste en la democracia deliberativa, fundada en su teoría comunicativa y en su potencia racionalizadora, cuyo campo privilegiado de intervención es la sociedad civil que él llama indistintamente esfera pública.

Pero ¿cómo se compadece el mal funcionamiento actual de la democracia y sus elaboraciones teóricas últimas con los avatares de la cruzada democrática en los países del Sur? Quizá sea en el Magreb donde se haya atacado más frontalmente este tema. Rida Chennoufi, en línea con la lectura republicana de la democracia presentada por Habermas, subraya el carácter de comunidad concreta. Frente a la condición abstracta de la humanidad y de los derechos que genera, según la democracia liberal, son la nación o el pueblo como entidades específicas las que producen los vínculos que unen entre sí a sus miembros. El instrumento de que disponen para su ejercicio es el Estado autoritario, garante de la soberanía de la nación frente a los individuos y a los grupos. Soberanía encarnada, como señala el profesor Tozy -Monarchie et Islam politique au Maroc, Presses de Sciences Po, París 1999-, por el dirigente supremo, fuente de todas las normas y poderes inferiores. La personalización de la entidad estatal está en profunda consonancia con la primacia de la autoridad y de la obediencia propias de la cultura política islámica. En ella los partidos no se conciben como emanación de los individuos, sino como parcelas de esa totalidad que es el Estado. Sin embargo, para Tozy, el Estado autoritario no se opone al Estado democrático, sino al liberal, pues los dos primeros comparten la soberanía del pueblo y optan por una ciudadanía al servicio directo de los intereses de la comunidad-Estado. Ahora bien, sin sociedades civiles y con estas estructuras ideológicas básicas, ¿cabe pensar en una transposición directa e inmediata de la democracia liberal en los países de cultura y tradición islámica? Evidentemente, no. Entonces, ¿a qué juegan Bush y sus aprendices de brujo?

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