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Columna
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Me habita la ilusión

Lo siento. Sé que llevamos sobredosis de pacto y que esta semana, más que ríos de tinta, se han escrito auténticas cataratas, no en vano todos queremos decir, pensar, señalar, matizar, analizar, eufóricos del retorno de lo político a nuestras pobres vidas. Lo cierto es que algunos -quizá muchísimos- estamos realmente contentos por este ratito de ilusión que hemos incorporado a nuestra mente mal pensante y harto decepcionada. El momento respira emoción, interés, esperanza, hasta belleza, y hay que ser muy zopenco o muy triste para ver en blanco y negro lo que es una fulgurante explosión de color. Tan anticonceptiva como resulta ser la política -por mucho que nos intenten vender la erótica del poder-, no hay que despreciar los pocos clímax que nos otorga, cual madame exigente e inalcanzable de nuestro Salón Kity colectivo. Ha habido mucho político de esquina barata en los rincones oscuros del poder, pero ni esa predisposición al mejor postor nos hizo subir la libido en estos últimos años de aridez de ideas y sobrecarga de intereses. Por eso el momento es un alegrón para el cuerpo, porque vuelve el sentimiento, el reto, el roce, la palabra, el diálogo, la competencia inteligente; vuelve la política a su dimensión emocional y, con ella, volvemos a emocionarnos. Ésa es la grandeza primera de lo que está ocurriendo, que el país respira algo parecido a la ilusión. "Volver a hablarnos, obligarnos a entendernos, construir juntos desde las muchas pieles, ése es el reto y ésa es la esperanza", decía José Luis Martínez Ibáñez ayer mismo en Madrid, en la presentación de su novela acabada de editar: Siemprejuntos, abrupto texto, durísima reflexión, bello libro. Como en la novela de José Luis -donde los tres lenguajes de la vida, el sexual, el emocional y el estándar, se fusionan en un único reto, el reto de que se produzcan...-, también Cataluña necesitaba hablarse, hablarse hasta cansarse, después de tantos años de palabras huecas y oídos sordos.

Ahora que han hablado y pactado, que entiendan que lo que reclamamos es una nueva cultura del poder

Puede que nos decepcionen. Puede que, al final del camino, tengamos llena nuestra libreta de agravios, hasta puede que no sean los tres magníficos, pero como dice el gran cómico argentino Pinti, estoy dispuesta a que vuelvan a engañarme, porque ante todo a lo que no estoy dispuesta es a dejar de creer. Y ¿qué quieren que les diga? Pinta bien el paisaje de los próximos tiempos, con esos más de dos mil cargos de nada que tendrán que hacer las maletas y volver a aprender a conducir. Los pobres, tantos en el poder desde hace tanto... Pinta bien abrir las ventanas, evacuar el aire contaminado, preguntar por las fortunas de algunos, cortar de cuajo los insolentes privilegios, vaciar las enormes comedoras de la cultura y la culturita, y las otras comedoras, esa sociedad civil, esa que de tanto comer se convirtió en una babosa de enorme estómago y angosta cabeza. Pinta bien acabar con el maniqueísmo patrio, con esos buenos y malos catalanes cohabitando en los entresijos de nuestra vergüenza. Pinta bien soñar que finalmente existirá una política cultural, después de vivir en el puro vacío, y que los consejeros del ramo no serán publicitarios de sí mismos, sino gente con biografía. Pinta bien creer que existirán las industrias de la cultura y que dejaremos de pelearnos con el Pato Donald, finalmente metidos en la ardua y mucho más eficaz tarea de crear una logística audiovisual. Pinta bien dejar de convertir el idioma en un tiro al plato y, sobre todo, dejar de sentir Cataluña como una religión, para empezar a pensarla como una rica, sugerente y retadora complejidad. Y puestos a militar en la poesía, después de tanta mala prosa, pinta bien volver a soñar, aunque sea con el ojo abierto.Deberes hay muchos, incluso reseñables en estos momentos de alegría. Pero tendremos tiempo y mala leche para recordarlos. De momento, y como aperitivo, sólo quiero recordar un aspecto fundamental para empezar a creer más allá de la voluntad de creer: este Gobierno tiene que reinventar la política catalana y no columpiarse en sus muchos vicios. Que no sea, pues, un Gobierno de resentidos, hambrientos y colocados, sino una suma de sensibilidades con vocación regenerativa. Los resentidos del 80, que aún guardan el cava caliente de esa noche aciaga... Los hambrientos de mucho desear y nada tener, tan ávidos de tocar el jamón que no ven más allá de su larvado afán... Los colocados, carnet en boca y disciplina en la sien, buenos chicos que han hecho los deberes del partido y siempre estuvieron ahí, aunque nunca sirvieron para nada, con su cepillo de limpiar espaldas, su silencio de complacencia y su paciente servilismo. Si el Gobierno que surgiera de este pacto y los muchos cargos que de él cuelgan salieran de una nueva cultura de repartidora, un poquito de corporación para mí, otro poquito de instituto para mi amigo, un poco más de consejo de administración para los pelotas, los que les toca porque ya les toca, los que babean por el poder, los que..., si ese Gobierno fuera eso, eso sería una mala copia del peor pujolismo. Aunque fuera de izquierdas...

Desde la ilusión, ésta es la exigencia: ahora que han hablado, han pactado y se han entendido, entiendan que lo que reclamamos no es un Gobierno nuevo, sino una nueva cultura del poder. De hecho, ahora que ha retornado la política a nuestras vidas, que retorne también su músculo emotivo, su inteligencia creadora. Que retorne su prestigio.

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