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Columna
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Sefarad

Habla nuestro presidente autonómico de prosperidad, de futuro, de modernidad y de desarrollo -entrelazando esos vocablos con la Constitución del 78 que nos permitió a los hispanos de la Sefarad hebrea vivir, como unos más, en el concierto de los pueblos que ordenan su convivencia mediante principios democráticos-, y no anda Camps falto de razones: es evidente que el bienestar económico del que disfrutamos, en general, los hispanos peninsulares, y por tanto también los valencianos, no es comparable al que se tenía o se sufría hace un cuarto de siglo. La Constitución se alumbró no sólo durante lo que ha venido en llamarse transición hacia la democracia, sino también durante una crisis económica que originó el petróleo a mediados de los setenta; una crisis económica de la que se salió gracias a, entre otros factores, los llamados Acuerdos de La Moncloa. Si por modernidad entendemos nuevas carreteras, nuevos sistemas de riego o nuevos medios para combatir los incendios forestales,. no cabe duda alguna: el último cuarto de siglo nos trajo modernidad a espuertas, incluida en dicha modernidad determinadas programaciones de la televisión autonómica donde la banalidad sustituye al malgusto o viceversa, y la una y el otro se aliñan con el exabrupto soez; todo ello maltratando a la lengua de Cervantes, que de la otra se olvidan y, cuando la recuerdan, también la maltratan. Y sobre lo dicho, háganse cuantas excepciones se quieran en este o aquel espacio deportivo de los medios de comunicación autonómicos, o en este o aquel programa puntual, digno y ameno de Punt 2. Las excepciones, dicen los viejos, siempre confirman la regla, y la modernidad, según en qué aspectos paremos mientes, puede suponer un retroceso cavernícola.

Como retroceso cavernícola puede parecernos en la Sefarad hebrea, de la que también forman parte las tierras valencianas, el desarrollismo a ultranza que lleva a la desaparición de nuestros humedales, o que daña y deteriora nuestros espacios naturales protegidos. Ahí está esa carretera de Cabanes a Oropesa que afecta al paraje del Desert de Les Palmes y su entorno; o la mancha verde y mediterránea del monte del Mollet en la cercana población de Vilafamés, asaltada por la extracción de arcillas; o los acantilados costeros entre Oropesa y Benicàssim, ayer devorados por el fuego y hoy asediados por el cemento y la especulación urbanística. Queda todavía mucha Constitución por hacer en el ámbito del medio ambiente y la conservación de un entorno natural y valenciano, sobre cuyo destino no pueden decidir únicamente los intereses privados. Y poco, nuy poco, aparece en la Constitución del 78, que algún día se deberá mejorar, sobre los derechos colectivos de la generaciones actuales y futuras en orden a la conservación de su entorno natural. Hay que acudir al Título VII que gira en torno a la Economía para leer que "toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general". Pero lograr el equilibrio entre un desarrollo sostenible y la protección del territorio, es futuro; un futuro que no sabemos si es coincidente o no con el futuro al que se refiere Camps. Porque a uno, las celebraciones constitucionales y las palabras del presidente le remiten unas veces a la vicisitudes cotidianas, y otras a la Sefarad hebrea, la patria plural de los pueblos hispanos. Para ella, el civismo del poeta Salvador Espriu, deseaba una lluvia suave que sazona la tierra, y puentes de diálogo entre sus gentes.

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