Camino a ninguna parte
VIVE LA POLÍTICA española desde hace un año sometida a graves tensiones creadas y alimentadas por el Gobierno con fines que nadie puede comprender, un dato que añade a la tensión la incertidumbre y que extiende por lo mismo cierto soterrado fatalismo, como si de pronto hubiéramos perdido el rumbo y no supiéramos adónde diablos nos encaminamos. El origen de esta desazón es fácil de señalar: la quiebra de una política exterior paciente y tenazmente construida desde los años de la Transición -la mejor, más eficaz, más productiva política exterior que jamás haya tenido España desde la liquidación de las colonias de América- y su sustitución por una aventura de incierto resultado, que supera nuestros recursos y nuestro peso en la comunidad internacional y que ha roto, sin contrapartida alguna aparente, un amplio consenso social.
El presidente del Gobierno, responsable directo de esa opción estratégica, nunca ha explicado los motivos que le llevaron, no ya a apoyar la política de Estados Unidos y del Reino Unido en Oriente Próximo, sino a convertirse en su adalid, a comprometerse en la virtual declaración de una guerra a Irak en la que nada a España le iba ni venía. Como esa decisión nunca ha sido ni comprendida ni apoyada por la oposición ni por la opinión pública, ni ha suscitado entusiasmo alguno entre los dirigentes de su propio partido, el presidente se ha sentido progresivamente aislado, aferrado a sus razones, desdeñoso de cualquier mano tendida, extendiendo a su alrededor una frialdad de témpano, capaz de congelar al más pintado.
Preso de esa estrategia, el presidente sólo ha podido justificar hasta hoy mismo su cerrazón repitiendo una y otra vez el argumento de que al terrorismo sólo se le combate con firmeza y determinación. Ya nadie se acuerda de las ingentes montañas de armas de destrucción masiva que Sadam habría almacenado; ya se ha olvidado que nos embarcamos en aquella aventura con el único propósito de parar los pies a un Hitler redivivo, una amenaza para el mundo. Ahora, en cualquier circunstancia, ante cualquier auditorio, de lo que se trata es de seguir firmes cada cual en su puesto en un imaginario combate contra el terrorismo internacional en el que España ha decidido ocupar una posición de vanguardia.
Y así la política española aparece sometida a un principio absoluto, no susceptible de ser sometido a un análisis racional: todo estaría permitido en función de la lucha contra el terrorismo. La peligrosa doctrina de la acción anticipatoria, expuesta por el presidente ante los mandos militares; la disparatada homologación de ETA con Al Qaeda o con la resistencia iraquí frente a la ocupación de ejércitos extranjeros; la presentación de una moción de condena del plan Ibarretxe en una asamblea de la Federación de Municipios con el exclusivo propósito de que una portavoz experta en latiguillos pueda al día siguiente acusar a la oposición de connivencia con los nacionalistas; el desdén a todos los que no siguen a pies juntillas las peligrosas ocurrencias que cada mañana presentan el presidente y su Gobierno; las incesantes reformas del Código Penal, acometidas del modo más improvisado y chapucero: el terrorismo todo lo justifica, todo lo tapa; el terrorismo todo lo excusa.
La apuesta de las Azores se está revelando con el tiempo como el momento crítico en el que una especie de fanatismo, frío pero no por eso menos ciego y apasionado, se instaló en la política española, dominada desde entonces por una obsesión, encerrada, para nuestra desgracia, con un solo juguete. Como evidentemente la oposición no podía seguir al Gobierno en su vuelo a la isla portuguesa, el presidente decidió negarle el pan y la sal de por vida. Prefirió seguir adelante, con todos los consensos destrozados, a matizar sus posiciones; prefirió alardear de fortaleza en su soledad aun a costa de romper todas las reglas de juego, cambiar las leyes, meter a los tribunales en pleitos políticos, extender la tierra quemada entre la almena en la que se ha enrocado y el resto de la humanidad.
Sencillamente, no podemos seguir así. Cuando, ante el evidente asalto a la Constitución que entraña la propuesta del nacionalismo vasco y la ya declarada y pública rebelión de sus dirigentes, se hace más necesario que nunca recomponer los consensos básicos, políticos y sociales que la hicieron posible, el presidente del Gobierno no puede emperrarse, en cada iniciativa que toma o en cada discurso que pronuncia, en triturarlos una y otra vez con esa gélida y desdeñosa obstinación que nos adentra cada día un paso más por un camino a ninguna parte.
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