El hombre que fue octubre
Cuando se casó otra vez (enviudó hace dos décadas, mientras vivía en un palomar de trabajo, en el centro de Madrid), este último verano, lo hizo rodeado de detalles, pues él es un hombre que los concita. Se casó con Olga Lucas, una lectora suya, traductora, hija de exiliados, a quien había conocido en el mismo balneario donde luego se produjo la boda, civil, por supuesto. A él le fascinan los sombreros, y ella acudía a aquel mismo balneario de Alhama, en Aragón, tocada con una pamela blanca. Se vieron, hablaron, y al final de la primera charla con la que luego habría de ser su esposa, Sampedro le dijo a la señorita Lucas: "Gracias por el sombrero".
Por su fidelidad a ese lugar, los de Alhama le han hecho hijo adoptivo; y aunque nació en Barcelona (su nieto querría también que fuera del Barça), Aranjuez, Santander, Tánger y Madrid son sus sitios, allí por donde anduvo en momentos decisivos de su vida. A los 15 años empezó a escribir, en la plazuela de San Antonio, en Aranjuez; a los 18 estaba en Santander, donde le encontró la Guerra Civil, dándole los mandobles que dejó a su generación tan herida... En Santander tuvo su primer destino como funcionario de Hacienda; su ilusión, entonces, era tener un piano, aprender a tocarlo, pero la contienda civil le dejó sin piano; ahora lo tiene, pero no lo toca. "Dios", dice, "da pañuelos a quien no tiene narices". Ese piano le llegó un día envuelto como un regalo de su amiga Carmen Balcells, su agente, que lo mandó montar en su casa de Madrid, con un búcaro blanco que contenía una rosa...
No es su única relación con la música. Hace algunos años, cuando aún era tertuliano del Hoy por hoy de Iñaki Gabilondo, ganó un concurso de destrezas musicales silbando una melodía cuya letra alternaba el italiano con el español: "Sono il barbieri / sono il barbieri de la cittá / y a quien afeito y a quien afeito/ no vuelve más...".
En 1995 tuvo su crisis de salud más grave, y le salvó en Nueva York el cardiólogo Valentín Fuster. Cuando salió del quirófano y del miedo, escribió un libro contándolo (Fronteras, 1995), y mientras lo hacía paseaba, siempre con los jerséis del mismo corte, por la ruta que le marcaba el itinerario que seguía Woody Allen hasta su peluquero, que compartían. Ahora está bien de salud; se levanta algo más tarde, a las seis de la madrugada, y sigue escribiendo sobre una tabla que se inventó para usar en la cama y que él llamó siempre la tabla del náufrago.
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