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Las mil y una noches

Cuando en vez de ser acogidos con flores lo fueron con visible recelo, y tras las escenas de saqueo e incendios, con franca hostilidad -hostilidad que se acentuaba al correr de los días y se traducía en el aumento de atentados mortíferos, primero con ametralladoras y explosivos y luego cohetes y coches bomba, con el consiguiente goteo de ataúdes envueltos con la bandera patria directamente enviados a las familias de los héroes para evitar el efecto negativo de su reiteración en la opinión pública y los sondeos-, el secretario de Defensa llegó a la conclusión de que la probada superioridad de sus ejércitos no bastaba. Había que forjar una estrategia más vasta contra el terrorismo, secar las fuentes ideológicas que lo alimentaban: esa almáciga de jóvenes en paro, enajenados por las prédicas y soflamas de mulás extremistas. Sus asesores compartían dicha visión preventiva y decidieron la creación inmediata de una red de madrazas modernas y moderadas.

Con rapidez y eficacia mágicas, reconstruyeron y habilitaron una docena de ellas y las proveyeron de las instalaciones adecuadas: aulas amplias y cómodas, oratorios bien alfombrados, lavabos idóneos para las abluciones, dormitorios limpios, cantinas con bebidas y alimentos rigurosamente seleccionados. A todo ello añadieron salas para internautas y televisores directamente conectados con los estudios de la Fox. Los imames escogidos eran compatriotas oriundos de la antigua Mesopotamia con experiencia en diversos campos de batalla, desde Somalia a Afganistán. Conforme a sus consejos, retiraron la bandera de las estrellas y barras que la empresa constructora, ligada al vicepresidente, había izado a la entrada de las madrazas y la sustituyeron con una del país liberado del yugo de su dictador.

El éxito del proyecto fue rápido y sorprendió a los propios interesados. Centenares de candidatos acudieron a inscribirse a las escuelas y hubo que proceder a una selección de los más capacitados y fiables. Las clases se llenaron de jóvenes que leían en voz alta su Libro sagrado, recitaban azoras, escribían en su bella pero enrevesada caligrafía meditaciones religiosas y comentarios. Los espías infiltrados por el Ministerio de Defensa, para controlar el buen funcionamiento del proyecto e informar de paso a sus superiores, mostraban un genuino entusiasmo. Las reflexiones y glosas, escritas primero en los pergaminos, pizarras y tablillas de madera tradicionales, difundidas luego por Internet, no podían ser más positivas: "Los americanos son amigos, nos han traído la paz y la democracia"; "nuestros ideales coinciden, apoyémosles con firmeza y resolución"; "recemos por ellos al Creador y pidámosle que los ampare". Correos electrónicos con estos y otros alentadores mensajes partían hacia las cinco partes del mundo. ¡La visión estratégica del secretario de Defensa se había revelado puntual y acertada!

El optimismo, sin embargo, no duró demasiado. Los infiltrados acabaron por detectar la existencia de un código secreto que invertía el contenido de los escritos y, en tinta simpática, expresaba exactamente lo contrario de lo que rezaban: donde se leía amigos, debía leerse "satanases"; ideales coincidentes, guerra a muerte; petición al Creador de que los amparase, de que los aplastara como odiosas cucarachas. ¡Dicho código había sido transmitido en clave a los destinatarios de los internautas y difundía así un odio envenenado a la democracia y su misión redentora!

Se abrió de inmediato una investigación y un comité de expertos se volcó en el tema por espacio de unas semanas, a espaldas de los espías, imames y estudiantes. La tarea se llevó a cabo con gran sigilo y las conclusiones fueron inesperadas y desconcertantes: ¡los infiltrados eran agentes dobles cuyo objetivo consistía en desacreditar el proyecto y sabotear aquellas escuelas piloto, destinadas a fomentar los valores por los que luchaban y morían los mejores hijos de la patria!

La nueva resultaba tan inquietante que fue recibida con cautela. Se resolvió crear un nuevo contracomité ultrasecreto para analizar los dictámenes del anterior. Las creencias, frecuentaciones y currículos de sus miembros, pasados por criba, revelaron numerosas lagunas y contradicciones. Los manuscritos en tinta simpática no aparecían por ningún lado y las claves del correo electrónico apuntaban a la existencia de un palimpsesto asequible tan sólo a los especialistas en estratigrafía, pues borrado y reescrito a diario, en capas superpuestas, volvía difícil, por no decir imposible, la tarea de determinar cuál de ellas decía la verdad y cuál la ocultaba.

Las madrazas seguían funcionando en apariencia, pero la ciénaga de dudas y sospechas traía de cabeza al secretario de Defensa y sus ideólogos.

Un catedrático de literatura clásica del periodo abasí, encarcelado antaño por el déspota en fuga y autor de una obra de referencia sobre Las mil y una noches, con quien coincidí recientemente en un congreso interdisciplinario en un islote desierto del Pacífico, me confió al oído que todo obedecía a un hechizo, obra de algún geniecillo o efrit. Lo escrito de día se borraba de noche; los imames, estudiantes, agentes y contra-agentes infiltrados pertenecían a la estirpe de Sahrazad y acumulaban invenciones e historietas para entretener al sultán, a fin de capsularlo en la burbuja de su maltrecho Destino Manifiesto y provocar la ruina de sus ejércitos. Bagdad había conocido ya, me dijo, otras catástrofes e invasiones y, con sabiduría multicentenaria, sus hijos acudían a la vieja receta del cuento o la vida, prudentemente recopilada en manuscritos y puesta a salvo a la llegada de los mongoles.

Juan Goytisolo es escritor.

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