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Tribuna
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La posibilidad moderna

Pío Baroja sostuvo con algunas razones, con diversas sinrazones, con algo del humor ácido suyo, que éramos el continente tonto. Yo tiendo a pensar que somos muchas cosas y que somos, sobre todo, contradictorios. Tenemos elementos del Primer Mundo y muchos, quizás demasiados, del Tercero. Hay barrios del Santiago de Chile de hoy que tienen un aspecto ultramoderno, altamente desarrollado. Por lo menos en apariencia. "¡Esto es Suiza!", exclaman peruanos, venezolanos, españoles de paso. Pero llegamos a una avenida importante y nos encontramos con el caos, el estrépito, el peligro de la locomoción colectiva. En pocos metros hemos pasado de Suiza al Tercer Mundo, lo cual es quizás la más típica de las experiencias latinoamericanas. En su extraordinaria novela Los pasos perdidos, uno de los clásicos literarios de nuestro mundo, Alejo Carpentier, narraba el proceso de salir de una ciudad del siglo XX y entrar al cabo de pocas horas en la Edad de Piedra. Vivimos, en toda esta región, en el interior de una modernidad cierta, visible, tangible, pero siempre amenazada por una barbarie que está a la vuelta de la esquina. Esto ya ocurría en los tiempos de Andrés Bello y de Domingo Faustino Sarmiento, quien planteaba el dilema, vital para nosotros, de civilización o barbarie, y sigue ocurriendo ahora. A veces pienso que hemos progresado algo y a menudo estoy obligado a concluir que no hemos progresado nada. Continuamos en nuestra modernidad bajo amenaza: podemos ser víctimas en poco rato de retrocesos terribles.

En los últimos tiempos se ha planteado con insistencia, en tonos curiosos, el tema del aislamiento internacional de Chile. Muchos piensan que la relativa estabilidad de la economía chilena, sus índices de crecimiento anual, que en términos generales, con una que otra excepción, han sido superiores a los del resto de la región, provocan sentimientos de hostilidad, de envidia: conciertos de críticas tendenciosas. Se sostiene, incluso, que las recientes declaraciones del presidente Hugo Chávez, de Venezuela, la expresión de su deseo veraniego y hasta romántico de bañarse "en una playa boliviana", han sido parte de una campaña antichilena. A mí me parece que ha existido una reacción excesiva de los políticos de Santiago frente a un chiste malo, dicho, además, por un personaje que tiene acostumbrados a sus nacionales y a todos los habitantes de la región a salidas verbales poco afortunadas. Lo que pienso hace tiempo, y los exabruptos frecuentes de Hugo Chávez no son más que una confirmación, es que la política latinoamericana en su conjunto es la más verbal, la más discursiva, la más dependiente del lenguaje de todo el mundo contemporáneo. Es un fenómeno que filólogos y semiólogos deberían estudiar con la mayor atención. Antes, cuando se hacía la recomendación de un político y hasta de un embajador, se decía: habla muy bien. Hablar bien significaba, en la práctica, hablar de manera florida, superabundante, diciendo lo menos posible. Fidel Castro practicó esta suerte de verborrea, de incontinencia verbal, durante décadas, y fue aplaudido en los más graves cenáculos de Europa y América. Ellos aplauden situaciones de fuera, propias de países considerados exóticos, que nunca aplaudirían adentro. Hugo Chávez ha tomado el testigo ahora, el comandante Marcos lo tuvo hasta hace poco y el cocalero Evo Morales tiene aspiraciones serias a ocupar el sitio. Todo esto significa algo, es un síntoma de algo, pero la verdad es que no significa mucho. Es muy revelador, por ejemplo, que Luiz Inácio da Silva, después de recurrir a todas las artillerías verbales imaginables durante su campaña, se haya convertido después en otra clase de dirigente, y por encima de todo lo demás, en un presidente sobrio. Es una demostración de inteligencia mayor y de que Brasil, al fin y al cabo, tiene una dimensión más amplia y mejor conectada con la comunidad internacional.

La noción misma de que el Chile de hoy, debido a su relativo éxito, a su carácter de país razonable, está aislado en el continente, es una falacia, un punto de vista ingenuo. Hay un sector importante de América Latina, probablemente una mayoría, que desearía seguir un modelo de desarrollo parecido al chileno. Esto se escucha a cada rato entre los vecinos que pasan por aquí. Hemos llegado a ser, sin quererlo, por la fuerza de las cosas, una tierra de asilo de peruanos, ecuatorianos, argentinos. Fuimos tierra de asilo político en el pasado y ahora somos, más bien, espacio de asilo económico. Hay médicos, paramédicos, quinesiólogos cubanos, por ejemplo, a la vuelta de cada esquina. Y eso que el desarrollo nuestro no es un paradigma de nada. Hemos conseguido progresos notorios en la eliminación de la pobreza extrema, pero los resultados en la lucha contra la desigualdad han sido casi nulos. Esto es un germen de conflictos, de agitación social permanente. Hacemos esfuerzos dramáticos a favor de la educación, de la salud pública, y nos quedamos muy atrás.

Es una situación compleja. Optar por la demagogia, por el descontento radical, por las movilizaciones callejeras, sigue siendo una tentación permanente. ¿Cómo proponer la paciencia, la resignación, cuando las necesidades son urgentes, evidentes, extremas? Los discursos neoliberales confían en los éxitos aislados: la familia tal, que consiguió formar en pocos años una multinacional de las bebidas gaseosas, o el especialista fulano en supermercados o en transacciones bursátiles. Pero estamos lejos de una situación en que los ciudadanos puedan tener acceso igualitario a la educación y, a través de eso, a un trabajo digno, a una calidad de vida aceptable. Por otro lado, ¿qué sentido tiene el recurso a la impaciencia, a la violencia? Me acuerdo de lo que era el país hace treinta años y hace veinte, y observo con realismo, sin delirar y sin pedirle peras al olmo, lo que es ahora. Estamos muy lejos de Suiza, a pesar de las exclamaciones de los turistas, pero estamos en una condición que permite progresar en forma concreta. Nos atacan de cuando en cuando, pero es signo de que caminamos. Ahora bien, nuestra situación regional, nuestras relaciones con los vecinos, nunca han sido fáciles. Ahora se ha hecho un esfuerzo importante, con visión de largo plazo, y hemos conseguido progresos notables en la relación con el Perú y con Argentina. En una larga época, el miedo del ataque por sorpresa, por absurdo que esto parezca en estos días, era un factor determinante de la diplomacia con esos países. Fui consejero de la Embajada chilena en Lima en el año 70 y en todas las esquinas del centro de la ciudad se voceaba un libro con el título siguiente: Chile prepara otra guerra. El gobierno militar había declarado en diversos tonos que las "provincias cautivas' iban a ser recuperadas antes del centenario de su pérdida en el conflicto bélico, esto es, antes de 1979. La carrera armamentista, desastrosa para el equilibrio de los presupuestos, era una consecuencia inevitable. Hoy día la situación es otra. Esa atmósfera de hace treinta y tantos años, tercermundista por definición, nos hace sonreír. Creo que las cumbres iberoamericanas, criticadas, discutibles, han permitido, a pesar de todo, crear un sistema de vínculos personales entre los gobernantes. Muchas crisis se solucionan por teléfono o a través de visitas rápidas, y esto no está mal. En buenas cuentas, el tercermundismo, la condición de continente tonto, son una posibilidad, una especie de fantasma que nos asedia, pero tienden a alejarse. La condición actual del latinoamericano consiste en saber convivir con ese horizonte posible y saber mantenerlo a raya. Existe, como lo he dicho muchas veces, una bulliciosa internacional tercermundista, que pasa por Chiapas, por Caracas, por La Habana, y que llega hasta algunas regiones de Bolivia, pero tomar su discurso en serio, al pie de la letra, es un error esencial. Según ese discurso, hay fuerzas perversas, ajenas, que explican todos los males: la globalización, el mercado, el imperialismo. En el caso de la exportación del gas natural de Bolivia, la conjunción de los agentes malignos era extraordinaria: un presidente, Gonzalo Sánchez de Lozada, que se había educado en universidades de Estados Unidos y hablaba el español con pronunciación yanqui; un puerto en el país que había despojado a Bolivia de su litoral; un comprador, el Imperio del Norte, que era la encarnación del mal. A pesar de todo, creo que existe una racionalidad latinoamericana. Hasta la revolución cubana, frente a los hechos, ha tenido que hacerse más racional y razonable. Evo Morales se opone con furia a la venta del gas boliviano a Estados Unidos, pero la hoja de coca es la materia prima de la cocaína. ¿Y cuál es el principal comprador, dónde se vende la cocaína fabricada con las hojas excesivas, sin duda no destinadas en su totalidad a 'usos medicinales', de los cocaleros? En este punto, siempre he sostenido con insistencia que Chile debe otorgarle una prioridad mucho mayor a la solución de sus dificultades con Bolivia. Nos gusta decir que no tenemos cuestiones pendientes, ya que todas fueron resueltas por medio de tratados. Pero esto es formal e ilusorio. No tenemos problemas jurídicos pendientes, si se quiere, pero tenemos un notorio conflicto humano e histórico que resucita a cada rato. En el siglo XIX y hasta en el siglo XX era bastante complicado resolverlo. Mantenerlo en el siglo XXI es, en cambio, un perfecto anacronismo. Pero hay que ponerle atención al tema y actuar con un poco de imaginación. Dentro de la diplomacia chilena en el Cono Sur, Bolivia es hasta ahora la piedra en el zapato. Si cambiamos esto en forma radical, con voluntad política creadora, imaginativa, la atmósfera de toda la región se puede hacer mucho menos palabrera y más respirable. Podemos invitar con toda tranquilidad a Hugo Chávez a que se bañe en las playas del Pacífico Sur. Incluso podemos invitar a Fidel Castro y a sus sucesores.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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