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Tribuna:EL CONTROL DE LOS PRECIOS
Tribuna
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La falacia de la liberalización

El problema de la inflación persistente en los alimentos sin elaborar es una cuestión que ha sido denunciada de forma reiterada, pero que nunca ha sido abordada en profundidad por los responsables de la política económica. En realidad, el Gobierno sólo ha reconocido problemas puntuales de tensiones de precios en algún sector cuando este comportamiento ha sido señalado de forma generalizada y ha tenido un reflejo en los medios de comunicación (distribución de gasolinas, turismo, vivienda). Pero en esos casos, como ahora, el Gobierno nada ha hecho al respecto.

El planteamiento del Ejecutivo ha consistido en considerar que el descontrol de la inflación se corregiría por sí solo, por lo que lo único que cabía hacer era esperar. Pero la inflación tiene causas y responsables, y la no actuación sólo ha llevado al enquistamiento de los comportamientos inflacionistas.

Mayor concurrencia exige más y mejor regulación y más control público

El Gobierno viene amparando su pasividad en la supuesta imposibilidad de intervenir en los sistemas de formación de precios, puesto que estamos en una economía de mercado. Argumento que constituye una falacia: el Ejecutivo no puede efectivamente fijar los precios privados, pero sí intervenir de muchas maneras como lo hace en los mercados de muchos bienes (productos de primera necesidad, vivienda, telefonía, energía, educación, etc.).

Bajo esta restricción interesada, el discurso general del Gobierno se ha apuntado siempre a la tesis de la liberalización como arma esencial, si no única, para lograr una estabilidad de precios comparable a la de los principales países de la zona euro. Aparte de que no se hayan adoptado tampoco en el terreno de la liberalización medidas concretas que incidan en los mecanismos de formación de precios de los capítulos sistemáticamente más inflacionistas del índice de precios al consumo (IPC), es preciso aclarar que la tesis de la milagrosa liberalización es un gran sofisma, al presentarla como el bálsamo que todo lo cura. Sin embargo, hay evidencia suficiente que demuestra que liberalización no es igual a mayor competencia.

Al contrario, en muchos sectores y actividades la liberalización produce concentración de la oferta y menor competencia; en otros, pérdida de capacidad de actuación pública, y en algunos, simplemente, no tiene efecto sobre los niveles de competencia. En el funcionamiento de la economía actual, la realidad es que en una mayoría de actividades productivas la concurrencia es imperfecta, escasa o inexistente.

Hay muchos ejemplos de esto. Uno de ellos, lo que ocurre con los alimentos frescos. La liberalización tiende a concentrar canales de distribución y actividades de comercialización en pocas manos, con escasas ganas de competir y de reducir consecuentemente sus márgenes.

Los hipermercados, la gran apuesta de los más liberalizadores, son claro exponente de esta política, ya que disponen de capacidad para imponer mayores márgenes y niveles de precios, y una interesada transmisión de las alzas y bajas de precios (amplificando las primeras y retrasando estas últimas), como han demostrado los estudios realizados recientemente.

Las razones básicas de este comportamiento se encuentran en la propia naturaleza de este tipo de comercio: por un lado, su propiedad se concentra ya en apenas media docena de empresas, que han dado pasos (autorizados, por cierto) incluso hacia una mayor concentración, de tal forma que una sola de las mismas posee la mitad de los establecimientos; por otro, su gran dimensión y necesidades de localización geográfica hacen muy difícil establecer niveles reales de concurrencia entre ellos, incluso aunque se autorizara la apertura de cuantos la solicitaran.

Para lograr mayores grados de competencia, lo que se requiere es, en lugar de mayor liberalización, mayor intervención, regulación y control de los poderes públicos sobre el funcionamiento de los canales de distribución y comercialización. Mayor concurrencia exige más y mejor regulación y no menos, y más control público y no menos.

Y esto no sólo sucede con los alimentos frescos: más de la mitad de las rúbricas del IPC no referidas a la alimentación registran aumentos superiores al 3%, y un tercio de las mismas crecen por encima del 4%. En definitiva, el IPC lleva más de tres años registrando tasas por encima de lo razonable, y muchos de sus componentes son tradicionalmente inflacionistas. Algunas medidas propuestas desde algunos sectores, como el doble etiquetado de los productos (con el precio en origen y el final), son positivas en la medida que aumentan la transparencia del mercado, pero no suficientes, porque no atacan la raíz del problema y trasladan íntegramente la vigilancia y control de las conductas abusivas al comprador, lo que, con los hábitos de consumo actuales (y máxime en grandes superficies, donde prima el ahorro de tiempo) puede resultar poco eficaz.

La solución pasa, primero, por un cambio completo de actitud del Gobierno, abandonando la inhibición actual y abordando con la mayor celeridad un análisis completo y en profundidad de todas aquellas actividades que mantienen conductas inflacionistas. Segundo, por adoptar medidas que, más allá de simplistas recetas liberalizadoras, aseguren el funcionamiento de la competencia donde eso sea posible. Y tercero, por abordar la regulación o limitación de márgenes y precios allí donde la competencia no sea materialmente viable o eficaz.

Es preciso hacer algo, y algo serio, porque pasividad y complacencia son las peores respuestas. Y porque es de todo punto inaceptable que continúe el trasvase de rentas de los asalariados y de las capas socialmente más débiles hacia aquellos grupos empresariales con capacidad para imponer continuas subidas de precios, con la aquiescencia del Gobierno.

Antonio González y Alberto del Pozo pertenecen al Gabinete Técnico Confederal de UGT.

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