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Columna
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Paradojas

Las celebraciones políticas siempre tienen un carácter polisémico, y, a veces, incluso contradictorio, porque a efemérides con significado positivo para unos, reverso negativo para otros, y viceversa. Durante años, por ejemplo, el 20-N era celebrado a lo grande por el anterior régimen en un clima eufórico que contrastaba con la resignación llena de rencor de los vencidos en la guerra civil, los castigados como consecuencia de ella y los que sin ser ni una cosa ni otra decidimos que simplemente ni nos gustaba el 20-N, ni el general, ni su régimen, ni la(s) dictadura(s), ni que nadie sin nuestro consentimiento decidiese por nosotros, y lo hicimos saber a cuerpo.

Con el final del régimen y el advenimiento de la democracia parecía que iban a desaparecer las fechas litúrgicas que jalonaban las contradicciones de las fracturas políticas residentes en el cuerpo social del país, y, de hecho, la celebración de los hitos franquistas desaparecieron paulatinamente, hasta el punto de que acabaron arrastrando con ellos a los correspondientes de sus antítesis. Desapareció, pues, el 14 de abril como fecha de leyenda, el 18 de julio como hito dual para fascistas y revolucionarios y el 1 de octubre como el principio de la victoria que trajo la miseria; y, en fin, a aquellas fechas de euforia/tristeza les sucedieron otras de nueva planta, como la del día que aprobó en referéndum la Constitución de 1978, o aquellas en que nacionalidades y regiones celebran las más variopintas y voluntaristas efemérides fundacionales, a veces, incluso, simplemente miméticas unas de otras cuando no cogidas al vuelo en un santoral a reventar.

Ahora, por fin, el XXV Aniversario de la aprobación de la Constitución viene cargado de tintas contradictorias tan nítidas que algunos no han dudado en adosar a la celebración sus propias especialidades como, por ejemplo, los partidos de oposición, que ¡a buenas horas! nos han rendido un homenaje a los represaliados del franquismo en un acto donde faltaba más de la mitad del parlamento, quizás indicio de que o alguien lo hizo mal, o que, a pesar de lo tarde que esto ocurre, aún hay quien se llama a andana.

Durante tres largas décadas hemos esperado en vano que hubiera un acto solemne de desagravio a los estudiantes y profesores (más de doscientos) que fuimos expulsados en 1972 por Carrero Blanco, el brazo extremo del dictador, de la Universitat de València; en vano hemos esperado que una Universitat progre ad nauseam como la de València fuera capaz de organizar algo tan sencillo como un homenaje a los que precisamente por aquello no pudieron terminar sus estudios, fueron a parar a la cárcel, vieron truncadas sus expectativas profesionales y académicas, o, simplemente, tuvimos que afrontar la expulsión ante un medio social cuando no cagado de miedo abiertamente hostil.

De no ser porque Benito Sanz recuperó para la memoria los nombres y curricula de los represaliados ahora hace unos años, ni rastro quedaría de lo que centenares de estudiantes hicimos contra la dictadura y su basura. Y a pesar de que se han organizado incluso exposiciones con copias y collages de documentos alusivos a las represalias en la Universitat, hasta hoy no ha habido una rehabilitación en regla de aquella gente.

Cuando leo en los noticiarios universitarios que se prepara un homenaje o algo así al rector que no dudó en aplicar la orden del almirante, me horrorizo y me acuerdo de aquel consejo genial de Fuster: "Tú, Vicent, notari!".

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