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Columna
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El amor

Rosa Montero

Leyendo La fabulosa historia de los Pelayos, en Plaza y Janés, un libro muy curioso pero bastante desperdiciado (el asunto daba para más) sobre las aventuras auténticas de una familia española que desarrolló un sistema para ganar en la ruleta y consiguió saltar la banca de los casinos más importantes del mundo, caí en un detalle minúsculo pero revelador. Resulta que los Pelayos, una extensa tribu de padres, hijos, primos y amigos que se instalaban en los casinos horas y horas, terminaron todos, o casi todos, enrollándose amorosamente o incluso casándose con crupieres. He aquí la prueba más evidente de lo que es el amor, me dije. Porque el amor es algo que llevamos todos dentro, es una necesidad esencial del ser humano, como el hambre o la sed. Y esa necesidad la saciamos con lo que nos cae más cerca, con lo que podemos. Es decir, a lo mejor lo que de verdad nos gusta comer es merluza a la vasca, pero si arrecia el apetito nos conformamos con un grasiento bocadillo de calamares. Y así, los médicos suelen enrollarse con compañeros del hospital, los oficinistas con otros oficinistas y los Pelayos, claro, con crupieres. No tenían tiempo para hablar ni tratar con nadie más en sus largas horas de duro trabajo ruletero.

Hasta aquí, todo perfecto. Incluso resulta de lo más consolador: esa capacidad para adaptarnos a lo que hay es uno de los grandes recursos de nuestra especie. Ahora bien, lo inquietante es el dolor que ese emparejamiento puramente casual puede llegar a provocarnos. El amor es un espejismo, una construcción imaginaria, y los primeros que nos mentimos somos nosotros. Queremos creer que hemos elegido libremente a la persona amada, y no admitimos la verdad, a saber, que hemos coincidido con ella por chiripa en el maldito casino en el que nos ha tocado jugar. Y, sin embargo, si ese amado nos desdeña, si el amor no va bien, ¡cómo lloramos! Sufrimos como perros porque creemos que estamos perdiendo al hombre o a la mujer de nuestra vida, al amor predestinado, único, perfecto. Pero no hay individuos únicos, sino simplemente gente que pasaba por ahí, que estaba a mano. Cada vez que se te hunda el mundo por la ruptura con un gran amor, piensa que en realidad no era más que un crupier de los Pelayos.

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