¿Un 'revival' de naftalina?
Las declaraciones del portavoz de la actual mayoría parlamentaria en el Congreso de los Diputados, considerando que el homenaje a las víctimas del franquismo constituye un revival que huele a naftalina, vuelve a poner de relieve el sentido de la memoria histórica en un país en el que la institucionalización de la desmemoria fue un déficit de la transición a la democracia. En otros Estados democráticos de pasado dictatorial, honrar la memoria de aquellos que dieron lo mejor de sí mismos en defensa de la libertad constituye una práctica democrática que no se diluye con el tiempo. Antes al contrario, la memoria de los tiempos en los que los derechos eran reprimidos es un signo cívico de vitalidad democrática. Aquí, a veinticinco años de la ruptura política y jurídica con la dictadura que supuso la promulgación de la Constitución de 1978, sigue teniendo sentido rendir homenaje público, desde la institución representativa de la soberanía popular, a aquellos que con su coraje y dignidad personales dieron su vida o sacrificaron su integridad física, su familia, su trabajo, su proyecto de vida y tantas otras cosas en pro de la libertad. En un país cuya historia se ha construido, desde los inicios del siglo XIX, bajo la férula de guerras civiles, dictaduras y pronunciamientos militares, siendo la democracia una excepción en un mar de autoritarismo. La dictadura de Franco no fue una excepción, sino la expresión, ciertamente la más cruel y duradera, de una línea de continuidad en la configuración de la España contemporánea.
El fin de la Guerra Civil el 1 de abril de 1939 fue un final ficticio. Porque la dictadura inició desde aquel mismo día una guerra continuada contra el opositor político, tan sórdida y cruel como la conflagración bélica. Una guerra contra todo aquel que había formado parte del bando republicano, contra todos aquellos que, a pesar de su condición de vencidos, no se resignaron a perder las libertades contra las que se rebeló el ejército de Franco. Una guerra contra todo un pueblo que con la II República se había acercado a la libertad y a la igualdad entre las personas y que las fuerzas tradicionales de la reacción política española de los años treinta se encargaron, una vez más, de destruir. Por ello, considerar que el recuerdo de los que lucharon por el restablecimiento de la democracia reinstaurada, ahora hace veinticinco años, es un revival de naftalina, constituye una obscenidad ética. Y para argumentar este calificativo, qué mejor que recordar algunos rasgos de lo que fue el derecho represivo franquista, el arsenal normativo del que se dotó aquella dictadura para reprimir al opositor político.
El contexto institucional se basó en una absoluta concentración del poder en Franco, a través de las leyes de prerrogativa de 1938 y 1939, a quien, cual rey absoluto, le otorgaban el ejercicio de la potestad legislativa. Como consecuencia de este poder omnímodo, el régimen aprobó en 1939 la Ley de Responsabilidades Políticas, un engendro jurídico de naturaleza penal y sancionadora, que se aplicaba retroactivamente a todos aquellos que habían dado apoyo a la República, ¡desde el primero de octubre de 1934¡, vulnerando así unos de los principios jurídicos básicos como es el de la irretroactividad de las leyes penales salvo aquellas que sean más favorables al inculpado. Además de la ilegalización generalizada de partidos políticos y sindicatos, el nuevo régimen, también en 1939, aprobó una ley penal por la que eximía de responsabilidad penal a todos aquellos que, desde el mismo día de la proclamación de la II República, el 14 de abril de 1931, y hasta el levantamiento militar del 18 de julio de 1936, hubiesen cometido todo tipo de delitos (incluido el homicidio) contra las instituciones y los representantes del régimen republicano, puesto que se consideraba que las causas judiciales instruidas contra aquellos patriotas -decía la exposición de motivos- "lejos de merecer las iras de la ley, son acreedores a la gratitud de sus conciudadanos". Aparte de la legislación represora de la masonería y el comunismo y todo el resto de la batería legal con la que se dotó el régimen, éste legitimó el reino del terror como forma generalizada de represión. Así, Mola, uno de los estrategas del golpe militar, teorizaba que era preciso "inspirar un horror saludable" y Franco añadía que "el saldo de la contienda no debe hacerse a la manera liberal con amnistías monstruosas y funestas que más bien son engaño que gesto de perdón". Buena prueba de ello era la sorpresa que se llevaba alguien tan poco sospechoso de demócrata como el conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini, cuando comprobaba en julio de 1939 que -según las cifras aportadas por Max Gallo- se alcanzaba la cifra de 6.000 ejecuciones mensuales. Lo que, sin embargo, no era óbice para que el Jefe del Estado Vaticano de la época, Eugenio Pacelli (Pío XII) enviase un mensaje a los españoles en los términos que siguen: "Con alegría inmensa, declara el soberano Pontífice, nos dirigimos a vosotros, amadísimos hijos de la católica España, para expresaros nuestra paternal felicitación por la gracia de la paz y la victoria con la que Dios se ha dignado coronar el heroísmo de vuestra fe y caridad, probadas con tantos y tan generosos sufrimientos".
Esta paz vaticana, o aquel paso alegre de la paz del himno fascista de infausta memoria, abrían el periodo de la larga noche de la dictadura frente a la que desde el primer momento y hasta su final, en 1975, conciudadanos de este país se opusieron en defensa de la democracia, en unas condiciones de especial dureza para el opositor político. Una dureza que se mostraba no sólo en los fusilamientos masivos y sin previo proceso. Pues si la persona se salvaba de ir al paredón, su ingreso en la cadena represiva que iniciaba con la detención ante la policía y el juez era de especial crueldad. Las condiciones de la detención suponían la negación de los derechos humanos básicos y la institucionalización de la tortura. Una tortura que llegaba alcanzar tintes medievales. El periodo de detención gubernativa podía prolongarse sin límite (no era extraño que superase el mes) ni, por supuesto, control judicial. Torturadores como los hermanos Creix, Conesa, Polo, Olmedo y tantos otros como el más reciente, Billy el Niño, eran excrecencias humanas que operaban como brazo ejecutor de unas autoridades que legitimaban estas prácticas, y de las que tantos podrían dar cuenta pero pocos han tenido la ocasión de explicarlo: comunistas como Simón Sánchez Montero, socialistas como el ya fallecido Ramón Rubial, nacionalistas como Jordi Pujol, anarquistas como Juan Busquets, mujeres como Tomasa Cuevas o Juana Doña, recientemente fallecida, y tantos y tantos otros que a pesar del riesgo y terror, con dignidad y coraje, hicieron frente a un régimen ignominioso para recuperar las libertades de las que ahora gozamos y también goza quien de manera desvergonzada considera que el recuerdo de eso es pura naftalina. Pero sigamos. Porque, la arbitrariedad que presidía el periodo de la detención se reflejaba, sobre todo en los primeros tiempos, en que en ocasiones no era registrada, lo cual acrecentaba al límite máximo la ya de por sí gran inseguridad jurídica, e institucionalizaba la figura del desaparecido. Por supuesto, la privación de libertad comportaba también el registro domiciliario sin garantía judicial. En este sentido, el juez, habitualmente adscrito a la jurisdicción militar, no sólo se limitaba a coadyuvar a la acción policial, sino que normalmente colaboraba con la misma, avalando, por ejemplo, la práctica de los malos tratos sobre el detenido, e incluso sobre miembros de su familia. Por supuesto, la asistencia jurídica al detenido era nula y cuando aparecía, ya en presencia el juez instructor -por cierto, en esta función, no puede dejar de mencionarse al vengativo coronel Eymar- el abogado acostumbraba a ser un confidente policial.
Por estas razones, salir de una comisaría de policía era un alivio a pesar de que lo que venía después no era mejor. Porque los procesos judiciales se caracterizaban por el protagonismo de la jurisdicción militar y la ausencia de garantías procesales. Así, en la instrucción sumarial las pruebas obtenidas por la policía en las condiciones del detenido antes descritas, resultaban ser las pruebas de cargo sin mayores discusiones. Entre la situación de prisión provisional y la sentencia podían pasar varios años; y durante ese periodo no era extraño ser vuelto a interrogar por la policía. El tipo penal que con más frecuencia se invocaba hasta finales de los años cincuenta era el de rebelión, aplicado a acciones antijurídicas que en la inmensa mayoría de los casos no eran otra cosa que el ejercicio de los derechos y libertades que hoy podemos encontrar reconocidos en el Título I de la Constitución. El bien jurídico protegido era el nuevo modelo de Estado y su forma de gobierno: la dictadura. La inseguridad jurídica campaba por sus fueros hasta el punto de que una ley penal de 1943, formalmente derogada pocos años después, seguía siendo invocada en sentencias posteriores como si tal cosa. Si la pena impuesta resultaba demasiado benévola, según el criterio del capitán general de la región militar, nada impedía para que el Consejo Supremo de Justicia Militar, sin más audiencia, aumentase su cuantía.
Las condiciones de la vida en la prisión eran la continuación de la vejaciones por otras vías. La primera humillación era la inexistencia de derechos de los presos. La involución del régimen penitenciario respecto del vigente durante la República era notoria. El primer Reglamento de Prisiones del que dotó la dictadura fue aprobado en 1956. La redención de las penas por el trabajo era otra forma de vejación a la que los presos se veían impulsados a acogerse -y no todos, sino los que podían- para mirar de poder salir antes de la prisión. Pero, en todo caso, la filosofía que de hecho seguía operando era la que gráficamente describía en 1939 el jesuita A. Pérez del Pulgar, vocal del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo, cuando afirmaba que "es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista".
En fin, recordar la subversión desde el Estado contra la libertad nunca es gratuito. Reivindicar la memoria histórica es un signo de calidad democrática; constituye una manifestación de libertad. Y después de oír la indignidad cívica, la agresión liberticida, que supone afirmar que todo lo descrito y tantas otras violaciones de los derechos suena a naftalina, la memoria se hace todavía más necesaria en España. En especial cuando el homenaje a las víctimas se ha hecho en el Parlamento nada menos que después de veinticinco años de una Constitución que es invocada de forma tan espúrea por determinadas instancias públicas y privadas.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.