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Reportaje:Gobierno

Consagración del presidencialismo

En democracia, cualquiera puede ser gobernante, escribió Kelsen: no se precisa ninguna cualidad sobrenatural para serlo. No siempre fue así: hasta la Gran Guerra, los reyes y emperadores, además de reservarse parcelas sustanciales de poder ejecutivo, habían conservado la prerrogativa de nombrar y despedir, en algunos casos sin trabas, a los presidentes de Gobierno y, en consecuencia, a sus ministros. En España, desaparecida la monarquía en 1931, la facultad de formar y deshacer Gobiernos quedó, nueve años después y en grado superlativo, en las dictatoriales manos del jefe del Estado, que la trasvasó sin merma alguna a su sucesor a título de Rey: los dos primeros presidentes de Gobierno de la Monarquía lo fueron por designación regia, sólo formalmente limitada por la presentación de una terna de candidatos por un anacrónico Consejo del Reino.

ARTÍCULO 97. El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes

El Título IV de la Constitución modificó por completo el panorama y liquidó cualquier interferencia de la Corona en el proceso de designación del presidente y de formación y cese del Gobierno. Privado de poder ejecutivo, el jefe del Estado no puede investir ni destituir al presidente del Consejo de Ministros, una facultad que corresponde en exclusiva al Congreso de los Diputados. Cierto, el Congreso tiene que pronunciarse sobre la propuesta del candidato presentada, a través de su presidente, por el Rey previa consulta con los representantes designados por los grupos parlamentarios; pero el Rey carece de margen de maniobra: tendrá que presentar al candidato que le indiquen los grupos en función de los escaños obtenidos por cada partido.

Tres posibilidades

Propuesto el candidato, su primera obligación consiste en solicitar la confianza del Congreso de los Diputados a su persona y a su programa. Y entonces pueden ocurrir dos cosas: primera, que la obtenga por mayoría absoluta; segunda, que no, en cuyo caso la votación se repite dos días después y la confianza se entenderá otorgada con mayoría simple. Si sucede lo primero, será porque el candidato es líder de un partido que cuenta con mayoría absoluta de escaños, y entonces formará un Gobierno homogéneo, monocolor; o porque haya alcanzado con otro partido un "pacto de legislatura", y en tal caso el Gobierno podrá ser de minoría o de coalición, según los términos del pacto. Si el candidato es investido con mayoría simple, será normalmente porque es líder del partido que cuenta con mayor número de escaños, y, ante la abstención en la sesión de investidura de un sector suficiente de diputados, podrá gobernar en situación de minoría, negociando cada iniciativa con algún grupo de la Cámara. Queda, desde luego, una última posibilidad: que el investido sea líder de un partido que no haya obtenido siquiera la mayoría simple de diputados, pero que cuente con el apoyo de otros grupos con los que ha negociado previamente la formación de un Gobierno de coalición.

Una vez investido y nombrado por el Rey, el presidente le propone, bajo su exclusiva iniciativa y responsabilidad, a los demás miembros del Gobierno para su nombramiento. Los Gobiernos son, por tanto, del presidente, que goza de total libertad para elegir y destituir a sus ministros; libertad que en España nunca se ha visto limitada por la exigencias derivadas de la formación de Gobiernos de coalición, pues nunca hemos tenido Gobiernos de esta naturaleza, habituales, sin embargo, en algunas comunidades autónomas. Pero que sean Gobiernos del presidente no depende sólo del origen; también de que es el presidente quien, entre otras atribuciones, dirige la acción del Gobierno, coordina las funciones de los distintos departamentos ministeriales, solicita al Rey que presida sesiones del Consejo de Ministros, convoca el referéndum, plantea la cuestión de confianza y propone bajo su exclusiva responsabilidad la disolución de las Cortes.

Este presidencialismo se ha multiplicado por la práctica generalizada de presentar como candidato a la presidencia del Gobierno al cabeza de lista por Madrid en las elecciones legislativas. Es obvio que, tratándose de un sistema parlamentario, la Constitución no podía prever la figura de candidato a la presidencia del Gobierno. De hecho, sin embargo, todos los partidos, incluso los que carecen de expectativas de ver investido a cualquiera de sus aspirantes a diputado, presentan como candidato a la presidencia un rostro sobre el que edifican la campaña electoral. Por eso, las elecciones legislativas se doblan de hecho en presidenciales, y, aunque no sea el cuerpo electoral el que lo elige, cada elector deposita su papeleta consciente de que con ella vota por un determinado presidente de Gobierno.

Propuesto e investido el presidente y formado el Gobierno, ya puede iniciar su tarea con la certeza casi absoluta de permanecer los cuatro años que dure la legislatura. Al Consejo de Ministros, órgano colegiado, corresponde por mandato constitucional dirigir la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado, detalle éste nada baladí porque expresa la voluntad del constituyente de poner fin a un conflicto enquistado en la historia de España: la reserva de un espacio de "poder militar". El Gobierno goza además, entre otras atribuciones, de iniciativa legislativa, de la facultad de aprobar decretos-leyes, de ejecutar las leyes mediante su potestad reglamentaria y de la prerrogativa de controlar la actividad de las comunidades autónomas y de suspender sus resoluciones durante cinco meses por el hecho de impugnarlas ante el Tribunal Constitucional.

Una novedad insólita

Todo eso junto ha reforzado la figura del presidente y, de rebote, la estabilidad de los Gobiernos. Tanto, que es prácticamente imposible que el mismo Congreso que eligió a un presidente pueda tumbarlo, a él ni a su Gobierno. Sin duda, hay prevista una moción de censura, pero es de las llamadas constructivas: no basta que la mayoría del Congreso apruebe la moción; es preciso, además, que esa mayoría presente como parte de la moción un candidato a la Presidencia del Gobierno, circunstancia que sólo se dará si el partido del presidente se escindiera, o, si se trata de Gobiernos de minoría o de coalición, cuando el partido coligado cambie de alianza y cuente con un número de escaños suficiente para dárselos a la oposición y desplazar al Gobierno. Nunca ha sucedido, y llevamos ya un cuarto de siglo de funcionamiento del sistema.

Lo cual pone en la pista de una novedad insólita en la historia constitucional española. Se podría decir que las anteriores Constituciones, monárquicas o republicanas, parecían diseñadas para agudizar la debilidad e inestabilidad de los Gobiernos, y que, aprendida la lección, los constituyentes de 1978 hubieran puesto especial empeño en apuntalar de tal modo su estabilidad y fortaleza que los han hecho invulnerables a cualquier ataque: pueden sostenerse aunque tengan en contra a la mayoría de diputados. De ahí el récord absoluto de duración obtenido por los Gobiernos españoles desde 1982, cuando el sistema de partidos se comenzó a asentar tras el derrumbe de aquella especie de coalición de grupos mal avenidos que fue UCD. Desde entonces, ningún Gobierno ha caído en España debido a una moción de censura ni a una lucha faccional en el interior del partido que lo sustenta. En este sentido, los Gobiernos y sus presidentes no son responsables, en la práctica, ante el Parlamento; lo son, cada cuatro años, ante los electores, que se han tomado todo el tiempo del mundo para cambiar su signo: dos presidentes en 20 años, no se había visto cosa igual.

Ni intromisiones de la Corona, ni algaradas militaristas, ni censuras parlamentarias, ni luchas de facciones: las cuatro grandes causas de la rapidísima rotación de Gobiernos que caracterizó nuestra historia constitucional desde 1812 a 1936 han desaparecido como por ensalmo con la Constitución de 1978. Si los constituyentes se habían propuesto reforzar la figura del presidente del Consejo y la estabilidad y duración de los Gobiernos, no cabe duda alguna de que un éxito sorprendente ha coronado sus esfuerzos.

Suárez, liquidador del franquismo

Si alguien personifica el milagro de la transición española, ése es Adolfo Suárez, ex ministro franquista del Movimiento al que el Rey nombró presidente en 1976 y que redujo a cenizas el antiguo régimen. Con él en La Moncloa se celebraron las primeras elecciones libres desde la Guerra Civil (con participación comunista) y se negociaron los Pactos de la Moncloa. La crisis de la UCD, que gobernó hasta 1982, le hizo dimitir el 29 de enero de 1981. Cuando, el 23 de febrero, se celebraba la sesión de investidura de su sucesor se produjo la intentona golpista del teniente coronel Tejero, durante la que se comportó valientemente. Siguió en política, con escaso éxito, al frente del CDS. El 25 de octubre de 1991 renunció a su escaño.

Aznar, derecha que quiere ser centro

En marzo de 1996, con José María Aznar, una derecha, la del PP, que aspiraba a conquistar el centro sin renunciar al conservadurismo, se hizo con el poder desalojando a los socialistas. El veterano militante de Alianza Popular (se afilió en 1979) y ex presidente de la Junta de Castilla y León capitalizó el desgaste del PSOE tras 13 años en el poder e inició una etapa marcada por la radicalización del nacionalismo vasco, la obsesión por las cifras macroeconómicas que exige el Pacto de Estabilidad europeo, el alineamiento con EE UU y un cambio social marcado por la masiva inmigración legal e ilegal. El 30 de agosto, cumpliendo su promesa de no aspirar a un tercer mandato en el Gobierno y en el partido, nombró sucesor a Mariano Rajoy.

Calvo Sotelo, herencia envenenada

La herencia que Leopoldo Calvo Sotelo recibió el 25 de febrero de 1981 (a los dos días del inicio de la intentona golpista de Tejero) estaba envenenada. Las luchas internas en la UCD, que llevaron a Adolfo Suárez a la dimisión, provocaron también la inestabilidad del Gobierno de su sucesor, que se disolvió en agosto de 1982 para abrir paso a unas elecciones que llevaron al poder a los socialistas y consagraron la alternancia política. Calvo Sotelo, procurador en Cortes durante el franquismo, varias veces ministro con Suárez, fue elegido eurodiputado en 1986. Ese mismo año se retiró de la política y pasó a formar parte del Consejo de Estado. Es patrono de las fundaciones Príncipe de Asturas, Ortega y Gasset y Carlos de Amberes.

Felipe González, el sabor del cambio

En 1964, Felipe González se afilió al PSOE. En 1974, en Suresnes, Isidoro (su nombre de guerra) era elegido secretario general. En diciembre de 1976 fue reelegido. Seis años más tarde terminaba su travesía del desierto: en las elecciones de octubre de 1982 llevaba al socialismo al poder. Su bandera era el cambio. En lo social y lo económico. Con González, España entró en la Comunidad Económica Europea (hoy UE), se aprobó en referéndum la permanencia en la OTAN, comenzó la cooperación antiterrorista con Francia y el país se modernizó. Puntos oscuros: los escándalos de corrupción y la trama de los GAL. Sus 13 años en La Moncloa acabaron en marzo de 1996. Un año después renunciaba a todo cargo dirigente en el PSOE.

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