Silencio culpable
La primera vez que estuve en Colonia no me di cuenta al principio de que era una ciudad nueva. La Alemania que yo estaba conociendo pertenecía a los años ochenta y era un país rico, culturalmente muy atractivo y de reluciente aspecto y hermosa naturaleza. Sólo cuando me detuve ante la catedral de Colonia me di cuenta de lo que había detrás de la palabra nuevo. El edificio de la catedral, oscuro y dañado, pero impresionante, se alzaba como un despropósito rodeado de casas de aspecto satisfecho, sólida construcción y un aire de tradición renovada. Un único pensamiento me vino a la cabeza y allí se quedó para el resto de mi viaje: "Dios mío, esta ciudad fue coventrizada por los aliados".
SOBRE LA HISTORIA NATURAL DE LA DESTRUCCION
W. G. Sebald
Traducción de Miguel Sáenz
Anagrama. Barcelona, 2003
160 páginas. 12 euros.
Nací en el mismo año que Sebald y lo hago constar tan sólo para dejar abierta una coincidencia entre dos miradas y dos reflexiones, una desde el exterior -la del viajero- y otra desde el interior -la del nativo-. Mi tardío y torpe descubrimiento se compadece perfectamente con el de Sebald, que es el que da pie a este libro, escrito con la intención de preguntarse el porqué del silencio de sus compatriotas los alemanes y manifiesta cómo, desde fuera y desde dentro, la coventrización de Alemania ha sido un asunto sobre el que se ha pasado de puntillas o, sencillamente, se ha escamoteado. La importancia de la reflexión de Sebald es que se hace desde alguien que ha vivido el silencio sobre el pasado en su propia casa, mientras que el viajero simplemente ha de deducir que ocurrió algo horrible en Alemania además del Holocausto que estremeció al mundo civilizado.
Más de mil poblaciones bombardeadas y machacadas y cerca de treinta millones de civiles -mujeres, ancianos, niños- soportando un millón de toneladas de bombas, un millón de seres humanos muertos y el destrozo de buena parte del patrimonio urbanístico alemán -la Selva Negra no ardió por su extrema humedad; si no, estaríamos hablando de patrimonio natural también-...
no es algo que desaparezca de la noche a la mañana de la memoria individual y colectiva de un pueblo castigado de esta manera; castigo merecido, pero no por ello menos brutal.
La ley del Talión se abatió sobre este pueblo.
Sebald resume el caso que quiere abordar de manera impecable: "La destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva (se refiere al nazismo), sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción". Hay dos puntos en los que Sebald pone el acento. Primero: nadie en Alemania se plantea cómo y por qué un plan de bombardeo exterminador e ilimitado podía justificarse tanto estratégica como moralmente. ¿Por qué? "Porque un pueblo que había asesinado y maltratado a muerte en los campos a millones de seres humanos no podía pedir cuentas a las potencias vencedoras". Segundo: "¿Por qué los escritores alemanes no querían o no podían describir la destrucción de las ciudades alemanas vivida por millones de personas?". En el Reino Unido sí hubo debate ético sobre el asunto; y en Alemania sí hubo escritores que escribieron, pero apenas cuatro y ninguno de primera fila salvo, tal vez, Nossak. (Al final del libro, toma como ejemplo al escritor Andersch, un oportunista, y su análisis moral y literario es ejemplar, moral y literariamente).
Sebald cuenta que en 1946,
el escritor sueco Stig Dagerman estuvo contemplando desde la ventanilla del tren el paisaje de ruina total entre Hasselbrook y Landwehr; el tren iba lleno, pero nadie miraba; a él lo reconocieron como extranjero porque miraba. A lo largo de su hermoso libro, Sebald va desgranando con su estilo sereno anotaciones y reflexiones en torno a su dolorosa pregunta. Su mirada surge de dentro -la mía surgía de fuera, por seguir con la comparación, y era de mera sorpresa- y opera como un "¿quién soy yo?" en el que el deseo de entender se alinea con el fluir de una necesidad que pertenece a la intimidad esencial de toda persona: la de su patrimonio moral, personal y familiar.
Una imagen mostrará el tono y el modo; en 1952, el autor se muda con sus padres a un pueblo que fue bombardeado; en la ampliación de la estación, en gran parte intacta, hay clases de música: "En invierno era curioso ver cómo, en la única sala iluminada de aquel edificio en ruinas, los alumnos rascaban con sus arcos las violas y los chelos, como si estuvieran sentados en una balsa que fuera a la deriva en la oscuridad". En Sebald, la nobleza de la reflexión concuerda perfectamente con la nobleza de su estilo.
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