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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Cien cajas de Pandora

He leído en estos días dos noticias de sucesos distantes en el tiempo pero unidas en lo nuclear. Una pertenece al pasado reciente y la otra al futuro próximo. La primera es que John Wayne murió de cáncer, igual que su compañera Susan Hayward y dos tercios de los participantes en el rodaje de la película sobre Gengis Khan El conquistador de Mongolia. La película se rodó en el desierto de Utah, contaminado por las pruebas nucleares realizadas allí por el ejército norteamericano pocos años antes.

En esa época, algunos soldados norteamericanos eran invitados a presenciar el amanecer artificial con la seguridad de unas gafas de sol. Y las escuelas hacían simulacros de ataques atómicos con niños protegiéndose de la radioactividad bajo los pupitres. Qué angelitos de la guarda aquellos militares que dirigían la defensa civil. Sólo los dibujantes de comics se aproximaban a la realidad con sus monstruos mutantes emergiendo terroríficos tras haber sido incubados por la nueva energía.

¿Que hacía John Wayne vestido de mongol cabalgando contra el viento?
Termina la era de los grandes locos y empieza la de los pequeños locos

¿Qué hacía John Wayne vestido de mongol cabalgando contra el viento hecho un conquistador? Entonces nadie lo entendió y la película fue un fracaso. Pero era una metáfora estupenda, al menos, como yo me la imagino: Está allí de pie, mascando tabaco y escupiendo por el colmillo, mira al suelo contemplando cómo avanza la chispa por la mecha que acababa de encender con su cigarro puro. Después de unos segundos que parecen interminables, tira el puro, monta en su caballo y lo espolea. No huye de la explosión sino que galopa a la carga contra ella. Contra el resplandor y el viento radioactivo levantado por los ventiladores de la RKO Pictures en la tierra del desierto. Qué mejor manera de penetrar en la historia un héroe americano.

Años después, cuando ya nos habíamos acostumbrado a la idea de que nuestro mundo podía desaparecer aplastado por miles de megatones intercambiados entre Oriente y Occidente, se cae un muro en Berlín y las cosas empiezan a cambiar. Termina la era de los grandes locos y empieza la de los pequeños locos.

Los dibujantes de comics siguen trabajando Y en su imaginación nos enseñan que el futuro ya no va a ser un paraíso capitalista o comunista de mármoles brillantes con habitantes vestidos de togas inmaculadas, sino un extrarradio sucio y lluvioso, donde se vende la Biblia junto a sables sin remache.

La segunda noticia sucede, pues, en el futuro próximo. Pero antes han tenido lugar algunos cambios. Las computadoras que ocupaban una casa y consumían tanta corriente como una ciudad se dividieron en millones de ordenadores personales, reconvirtiendo al más tonto en relojero.

También las enormes bombas, que debían ser transportadas en no menos enormes aviones con nombres propios como Enola Gay, tuvieron crías con forma de PC portátil. Y si no las tuvieron, pronto las tendrán. Ahora los expertos en seguridad sostienen que no pasarán diez años sin que alguno de esos pequeñines detone en algún lugar del mundo.

Los usuarios ya están disponibles; el factor humano, como siempre, por delante. La religión, que en el mundo moderno parecía haberse reconducido a la vida privada, resurge como teocracia y se multiplican las vocaciones de mártires de Alá. Ahora ya sabemos lo que esos mártires saben hacer con un avión comercial repleto de gasolina. Nos falta por averiguar lo que serán capaces de hacer con un portátil cargado de plutonio. Aunque, en realidad, ya lo hemos visto en el cine. El mártir vuelve a Manhattan a repetir lo de las torres gemelas a lo grande. Y si no puede entrar, lo hará en Londres o en cualquier otro lugar donde se halle agrupada mucha gente.

Quizás los asesores del lehendakari no le hayan dicho aún que, para asegurar su independencia, un pueblo necesita una Force de Frappe. Traduciendo del francés, cabecitas rellenas de plutonio. No importa. Aunque no se lo hayan dicho, no faltarán en el mundo otros lehendakaris iluminados por amaneceres imaginados, que estarán dispuestos a poner en la práctica sus propios autos de terminación.

Hace poco, un buen amigo escribía en estas mismas páginas: "Como ha demostrado sobradamente la historia, es relativamente sencillo abrir la caja de Pandora, pero cerrarla, volviendo a encerrar en ella todas las calamidades, resulta una tarea titánica". Vamos, que ni John Wayne lo conseguiría cargando al galope contra el viento.

Otro famoso personaje de los pósters, mucho más admirado entonces que ahora, llamaba a crear no uno, sino cien vietnams. Finalmente, él no logró crear ninguno más que en Cuba. Pero otros, los pequeños locos que han sustituido a los grandes locos, ya están abriendo más de cien cajas de Pandora. Seguramente nos aguarda un futuro soberano.

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