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Las relaciones entre la casa de Saud y Occidente

Si existe un frente central en la guerra contra el terrorismo es Arabia Saudí, no Irak. Si se pierde allí la batalla será debido a un fracaso conjunto de la familia real saudí y Occidente, sobre todo de Estados Unidos. Si se quiere ganar es necesario cambiar los peores hábitos de ambos. El rumbo de Arabia Saudí es importante por su papel de custodio de los santos lugares del islam, por su condición en el mundo árabe, y por su petróleo. Una Arabia Saudí reformada podría derrotar al terrorismo de raíz. Una Arabia Saudí radicalizada podría sacudir la economía mundial y desestabilizar todo el Oriente Próximo. La última posibilidad sigue siendo poco probable, pero es lo bastante espantosa como para merecer seria atención. Como refleja el atentado terrorista del 9 de noviembre, cuando estalló una bomba en un grupo de viviendas de Riad, la casa de Saud está siendo asediada. Osama Bin Laden ha tachado al régimen de ilegítimo, apóstata, ineficaz a la hora de defender los intereses árabes y lacayo de Estados Unidos. Estas acusaciones encuentran eco en las librerías occidentales, en las que libros sensacionalistas retratan a los dirigentes saudíes como hipócritas codiciosos que desvían dinero a los terroristas mientras celebran fiestas desenfrenadas que son una burla de su fingida piedad. A nivel nacional, el régimen se enfrenta a presiones para una mayor apertura política, aunque por razones divergentes, tanto por parte de los clérigos conservadores como de los cada vez más ruidosos modernizadores. La inquina popular se ve alimentada por la incapacidad del Gobierno, a pesar de sus vastas reservas de petróleo, para equilibrar el presupuesto o proporcionar puestos de trabajo al 25% de la población activa que está sin empleo.

La estrategia consensuada de la familia real a la hora de tomar decisiones y eso que el ministro de Asuntos Exteriores, Saud al Faisal, ha descrito como "la percepción del tiempo de Oriente Próximo", no han aportado reflejos rápidos al régimen, que, acribillado por las críticas desde el ataque a las Torres Gemelas, ha sido lento en su respuesta. Sin embargo, está intentando responder. Entre el 11-S y el pasado mes de mayo, los saudíes han arrestado a más de 300 sospechosos de terrorismo. El 12 de mayo, un trío de bombas terroristas mató a más de 35 personas en la capital saudí. Desde entonces, el Gobierno ha arrestado a 300 sospechosos más, involucrados en tiroteos sangrientos con células vinculadas a Al Qaeda, e incautado grandes cantidades de armas de fuego, granadas y pasaportes ilegales. Las autoridades saudíes han reconocido por fin -por lo menos implícitamente- la conexión entre lo que sucede en las calles y lo que se enseña en las mezquitas. Más de 3.500 imanes han estado asistiendo a "programas de reeducación" encaminados a promover la tolerancia dentro del islam. Los pasajes que animan a la violencia contra los no musulmanes se han retirado de los libros de texto. Los saudíes han accedido -bajo presión estadounidense- a dar pasos significativos para detener la utilización de las "obras benéficas" para canalizar fondos a los grupos terroristas.

El Gobierno de Riad también está llevando adelante los planes para privatizar numerosos sectores económicos, fomentar el comercio y la inversión extranjera y solicitar el ingreso en la Organización Mundial del Comercio. Una semana después de los atentados de mayo se publicó una declaración en nombre del rey Fahd en la que se renunciaba a la tradición insular del país y se afirmaba: "Somos parte de este mundo y no podemos estar desconectados de él. No podemos ser simples espectadores mientras el resto del mundo avanza hacia un nuevo sistema global". La declaración prometía también "ampliar la participación popular en el proceso político y abrir horizontes más amplios para las mujeres". Entre los síntomas de esta nueva apertura podemos incluir medidas para la reforma de los procedimientos judiciales, la retransmisión televisiva de las reuniones de la junta de consejeros del rey, la creación de una comisión independiente de derechos humanos y el nombramiento de la mitad de los miembros de los consejos municipales por medio de elecciones libres (actualmente los miembros son designados por el Gobierno central). El 15 de octubre los saudíes organizaron en Riad una conferencia internacional sobre derechos humanos que elaboró una declaración en la que se daba prioridad a "la vida y la dignidad del individuo" frente a la discriminación basada en la raza o el sexo, se condenaba la coacción religiosa y se criticaban las detenciones ilegales.

Algunas de estas iniciativas podrían resultar superficiales y de corta duración, anunciadas de momento a bombo y platillo para ser olvidadas en cuanto las cosas se calmen. Por eso no deben calmarse. La casa de Saud no puede seguir haciendo las cosas como siempre y sobrevivir. La era de una vida regalada e irresponsable ha concluido, y cuanto antes entienda esto la legión de príncipes (y princesas), mejor. No es posible comprar protección a Osama Bin Laden o tipos similares, ni pueden ya fingir los dirigentes saudíes que no existe el mal que él representa. Tienen que derrotar su mensaje y la mejor forma de hacerlo es demostrar con sus propios actos que está equivocado. La cabeza de facto del Gobierno saudí es el respetado príncipe heredero Abdulá, que es primero entre sus iguales, aunque no por mucha diferencia. Durante años, Abdulá ha librado una batalla heroica y a menudo perdida para refrenar la vida licenciosa de la extensa familia real, que ha dilapidado el tesoro de Arabia Saudí e inspirado el menosprecio público. Un Gobierno saudí que fuera responsable, disciplinado en su conducta, respetuoso de los derechos humanos y tolerante con los disidentes privaría a Bin Laden de buena parte de su atractivo "callejero". Hoy por hoy, la casa real saudí no es ninguna de estas cosas.

Estados Unidos y Occidente hacen bien en escudriñar las acciones saudíes, pero también debemos revisar las nuestras. Ávido de petrodólares, Occidente ha convertido a los saudíes en su mejor cliente de armas de alta tecnología y grandes proyectos de infraestructura. Desde los años setenta, los estadounidenses han tomado la iniciativa en la evaluación de las necesidades de defensa saudíes, vendiéndoles armamento de primera lí

-nea para cubrir estas necesidades y amasando luego miles de millones más en contratos de seguimiento. Este rearme comenzó como parte de la doctrina post Vietnam del presidente Nixon, que instaba al desarrollo en algunas zonas clave de regímenes anticomunistas que se bastaran a sí mismos desde el punto de vista militar. En el caso de Arabia Saudí, la doctrina de Nixon no funcionó. Cuando Sadam Husein invadió Kuwait en 1990, los saudíes apenas estaban en situación de defenderse, a pesar de haber gastado de forma desmesurada con este propósito. Con los campos de petróleo en peligro, Estados Unidos se apresuró a rescatarlos y se quedó después de la guerra como precaución contra nuevas arremetidas iraquíes. Fue la presencia de tropas infieles en tierra árabe lo que se convirtió en casus belli para Osama Bin Laden y obligó al Gobierno saudí a hacer horas extras para apaciguar a los conservadores religiosos.

Estados Unidos y Occidente carecen del control necesario en Arabia Saudí para influir en los resultados, pero hay algunos pasos que Estados Unidos podría dar para ayudar al Gobierno saudí a oponerse y disuadir a los terroristas. Primero, Estados Unidos tendría que volver a involucrarse seriamente en el proceso de paz de Oriente Próximo. El Gobierno de Bush está justificado en su respaldo al derecho de Israel a defenderse. Pero esto sólo es una parte de una política. Cada vez es más evidente, incluso en Israel, que las medidas de la línea dura no son suficientes para proteger la seguridad israelí. La opción diplomática debe quedar abierta y ser recalcada, incluso por aquellos que carecen de fe en el proceso diplomático. Los líderes saudíes tendrían más flexibilidad para cooperar con Occidente si Estados Unidos volviera a ser contemplado como un intermediario honesto en las negociaciones, un papel perfectamente coherente con su compromiso con la seguridad de Israel. Segundo, la Administración de Bush necesita liberar o procesar a los prisioneros de Guantánamo. El último informe sobre derechos humanos del Departamento de Estado critica a Arabia Saudí por retener a sospechosos sin formular cargos. Desde hace casi dos años, Estados Unidos ha estado haciendo lo mismo a más de 600 detenidos, saudíes y de otros países. No es disparatado sospechar que este notorio ejemplo de detención prolongada sin el proceso debido ha creado un número de nuevos terroristas mayor que la cifra de prisioneros retenidos. La política de retenciones está claramente en contradicción con la excelsa retórica de la Administración acerca de la transformación y democratización de Oriente Próximo. Tercero, la Casa Blanca debería admitir que cometió un error al intentar ir por su cuenta en el Irak de posguerra. Debería pedir al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que autorice un nuevo equipo de transición que añada representantes árabes y europeos a la Coalición Provisional. Debería renovar sus esfuerzos para recabar ayuda internacional para todo, desde patrullar las fronteras hasta redactar una Constitución. Y debería organizar y reconocer un Gobierno de transición iraquí antes de que acabe el año. Por último, Estados Unidos debe seguir trabajando con los aliados para favorecer los pasos hacia la democracia en Arabia Saudí y todo el mundo árabe. El Gobierno de Bush hace bien en probar fortuna con los pueblos de esta región. Las administraciones anteriores de ambos partidos políticos se habían mostrado demasiado remisas a desafiar el statu quo árabe.

A lo largo de los últimos 30 años o más, las relaciones entre Arabia Saudí y Occidente han alimentado hábitos malsanos por ambas partes. El cinismo, la tendencia al secreto y la codicia han empañado los logros pragmáticos, entre los que se encuentra una considerable cooperación entre bastidores en materia de seguridad. Se han desatendido los intereses y preocupaciones del saudí medio, creando resquicios para los extremistas, furiosos tanto con su propio régimen como con los extranjeros que lo apoyan. Con demasiada frecuencia se han rehuido las duras verdades porque eran incómodas o "podían revolver las cosas". No podemos seguir rehuyendo la realidad de que vivimos en una época revuelta. Los que se muestran críticos pueden escribir todo lo que quieran acerca de lo que los saudíes hicieron en el pasado, pero es más importante qué va a pasar a continuación. Es posible que Al Qaeda se haya excedido al atacar y asesinar a sus correligionarios musulmanes (y al llevar armas y explosivos incluso a la sagrada ciudad de La Meca). Esto supone una oportunidad porque la batalla contra Al Qaeda y los de su calaña debe librarla y ganarla la corriente principal y mayoritaria del islam. Para obtener la lealtad de esa mayoría, el Gobierno saudí debe reinventarse a sí mismo, manteniendo sus promesas de reforma y luego ir más allá hasta establecer un sistema verdaderamente representativo y responsable. Estados Unidos puede ayudar actuando de acuerdo con sus principios, poniendo fin a cualquier complicidad con la corrupción y el despilfarro saudí y mostrando respeto por los derechos de todos los que viven en Oriente Próximo.

Madeleine K. Albright fue secretaria de Estado de EE UU de 1997 a 2001 y es autora de Madam secretary: a memoir. Bill Woodward fue subsecretario de Estado adjunto de planificación política de EE UU de 1997 a 2001. Traducción de News Clips. © Tribune Media Services International, 2003

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