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Columna
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Tutela

Los catalanes deberíamos reconocer, mal que nos pese, que el verdadero ganador de las pasadas elecciones no ha sido ninguno de los que ahora se atribuyen este tanto, o sea todos, sino el Partido Popular. No el catalán, cuyos resultados han sido más o menos los previstos, sino el fetén, el del señor Aznar. Porque sólo el convencimiento de que el Gobierno español ya se hace cargo de las cosas importantes con mano firme, sin fisuras ni titubeos, ha permitido a los candidatos al Gobierno catalán pasarse la campaña colgados de las ramas, diciendo vaguedades ininteligibles y compitiendo por el récord Guinness de la vaciedad. Dicho sea en honor a la verdad, de cuando en cuando, algún candidato (especialmente el de Iniciativa per Catalunya Verds, un hombre capaz al frente de un honesto mejunje de tendencias insolubles) se atrevía a insinuar que en Cataluña también había problemas pendientes o en ciernes, como la inmigración, el desempleo, la seguridad, la sanidad, la educación o la vivienda, por decir algo, pero los demás candidatos no le hacían ni caso porque consideraban que de estos temas tan engorrosos ya se ocupa Madrid, y que a los políticos catalanes sólo les incumbe la obligación de mirarse el ombligo y, subsidiariamente, la de mirar el ombligo de sus contrincantes. Cuanto más agitaban la sobredimensionada bandera nacionalista, menos interesados parecían en los problemas reales de la nación.

El resultado: un baile de votos y un futuro incierto, que va de la dejación al pucherazo, y donde cualquier combinación es posible, porque a la hora de los pactos todos o casi todos los pretendientes al casorio son tan opacos que se pueden coligar con los unos y los otros sin renunciar a sus principio ni modificar unos programas tal vez sinceros, pero nebulosos y desganados, a lo sumo pías declaraciones de buena intención. Y si oscilan y vacilan es por temor a la cara que les pondrán quienes les han votado en la creencia de que la cosa iba en serio. Pero en el fondo, nada de esto importa: más allá de las proclamas, estamos cómodamente instalados en un régimen de tutela con derecho al pateo. A la hora de la verdad, mientras en Madrid pinten oros, espadas y bastos, en la periferia podemos darnos el gustazo de ir de copas.

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