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El aliento de la grandeza

La pasión cae sobre los seres humanos como el rayo: donde nadie lo hubiera imaginado. Hace ya tiempo que la pasión ha desaparecido de las novelas, del teatro, del gran cine, que prefiere exhibir sentimientos moderados y alusivos en vez de desnudar las tempestades del alma.

Sófocles, Shakespeare, Victor Hugo, Dostoievski, Ibsen, García Lorca, Faulkner, César Vallejo, Eugene O'Neill: después de esas manifestaciones de la grandeza, los creadores parecen haberse resignado a la prudencia y al recato.

Sólo en ráfagas cada vez más escasas, las películas de Bergman y de Fellini, o las novelas de Don De Lillo y la única novela de Juan Rulfo reflejan la fuerza irracional de lo que en Grecia se llamaba até ("la fatalidad, ese hado ciego") con un aliento homérico, casi metafísico.

¿Quién podría imaginar que la grandeza aparecería, con una vehemencia contenida pero no menos eficaz, en Mystic River (Río místico), la última película de Clint Eastwood? La obra de Eastwood parecía haberse apagado después de los destellos de Unforgiven (Los imperdonables, 1992), que sucedió en ocho años a su excelente Pale Rider (Jinete pálido).

Mientras los políticos desfallecen y fracasan en Oriente Próximo y en algunas capitales imperiales, la fe en la especie humana se renueva cuando destella una obra de arte verdadera: donde nadie la espera, como el rayo. Esta columna es una celebración de esa inusual felicidad.

Hasta los críticos menos expresivos escribieron sobre ella elogios que nadie les había leído antes. Tanto entusiasmo predispone a ver Mystic River con escepticismo.

Ya las primeras imágenes, sin embargo, disipan todo prejuicio. La cámara observa, desde lo alto, un barrio obrero de la ciudad de Boston: casas monótonas, de madera, con hombres aburridos bebiendo cerveza en el porche de entrada. Al fondo, de a ratos, asoma el río místico, el Charles.

Es el atardecer. Tres chicos de unos nueve años -Dave, Jimmy y Sean- juegan al hockey y, cuando la pelota se les cae en una alcantarilla, se entretienen escribiendo sus nombres sobre el cemento fresco de la acera. Un auto negro pasa con dos hombres que se detienen presentándose como policías. Reprenden a los chicos y deciden llevarse a uno de ellos, Dave. El aliento del dios de la fatalidad empieza a soplar en ese instante.

Un cuarto de siglo después, cuando el nudo de aquellas tres vidas parece haberse desatado, la tragedia vuelve a soplar por donde menos se la espera.

Sean se ha convertido en un arrogante detective de la división de homicidios. Jimmy ha pasado algún tiempo en prisión, acusado de robo, y al regresar abre un almacén cerca de su casa de siempre; su primera mujer ha muerto, dejándole una hija que ahora tiene 19 años, y la segunda, Annabeth, lo protege con un amor ciego; Dave sigue acosado por los fantasmas de la violación infantil: es un hombre inseguro, ausente, cuya vida está en ninguna parte.

Si la película se ciñera sólo esos elementos, podría imaginarse una obra sutil y bien narrada, como las mejores de Eastwood. Es, sin embargo, mucho más. Hay una ambición shakespeareana en el conjunto, una poesía de la fatalidad que sólo se logra con un lenguaje simple, puro, y con una compasión sincera por las debilidades de la condición humana.

Parecería que nada más podría suceder después de la tragedia del comienzo. Sin embargo, las desdichas empiezan a encadenarse por una conjunción de azares que resultarían inverosímiles si no se los percibiera como inevitables.

Dave regresa una noche a su casa, ya de madrugada, con una mano rota y una herida profunda en el abdomen: ha matado a una persona, y su esposa, Celeste, acosada también por el terror, decide encubrirlo. Esa misma noche, Katie, la hija adolescente de Jimmy, aparece asesinada de un balazo en un parque desierto. Las sospechas recaen sobre Dave y la primera en sentir el peso de la culpa es Celeste.

Eastwood narra su historia como si no hubiera diferencia entre el adentro y el afuera: las calles sombrías, los edificios mortecinos, son tan deprimentes como los dormitorios y las cocinas de los personajes; las expresiones que cada uno de ellos tienen a solas son también las mismas que muestran ante los demás. No hay líneas de separación entre los espacios públicos y los privados, no hay rincones íntimos donde se puedan ocultar los sentimientos. Todo está a la vista: lo que ha sucedido y lo que está por suceder.

Más de una vez la película corre el peligro de sucumbir a la retórica operística. Y está muy cerca de desbarrancarse cuando Jimmy descubre que el cadáver del parque es el de su hija. Pero en ese momento el relato se vuelve parco, reticente, y el dolor tiene la fuerza y el peso de la vida cotidiana: es un dolor real, físico, que circula entre los espectadores como una reverberación.

Sin los grandes actores que Eastwood ha reunido, tal vez Mystic River no tendría el poderoso aliento que se le advierte de principio a fin. En The New York Times se ha escrito que el trabajo de Sean Penn (Jimmy) es uno de los mejores del último medio siglo. Quizá no sea para tanto, porque Kevin Bacon (Sean) y Tim Robbins (Dave) están a la misma altura. Los tres se hunden por igual en el abismo de sus personajes con una sutileza y un refinamiento para los que hay pocos precedentes en la historia de Hollywood.

Harold Bloom escribió no hace mucho que la grandeza tiene dos caras: una a la que se llega por el camino de la inteligencia a secas, otra que se mueve como un viento entre las asperezas de la pasión. En Mystic River hay más de lo segundo que de lo primero, más sangre de Shakespeare o de Faulkner que luces como las de Kafka o de Borges. Le sobran atributos para ser lo que de veras es: una obra maestra.

Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista, es el autor de La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina, que ha ganado en España el Premio Alfaguara de Novela. Es director del Programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers. © New York Times Special Features, 2003.

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