Un tibetano en la China de Mao
Sucedió el 13 de octubre de 1967 y sin advertencia previa. Por la mañana todo transcurrió como de costumbre y después de comer fui a una de nuestras habituales reuniones vespertinas en las que analizábamos temas políticos. Acababa de sentarme cuando de pronto el estudiante que estaba a mi lado se puso de pie. En voz alta y clara dijo:
-Propongo que aislemos al contrarrevolucionario Tashi Tsering y que lo pongamos bajo vigilancia.
No podía creer lo que estaba oyendo. Obviamente todo se había planeado con anticipación. Mientras hablaba, otros dos estudiantes se levantaron de sus sitios y se dirigieron hacia mí. Un tercero salió del salón y volvió en unos instantes con una pizarra en la que ya estaba escrito: "Abajo el contrarrevolucionario Tashi Tsering". Los dos estudiantes que se habían acercado a mí me levantaron por los codos y me condujeron a un espacio libre al frente del salón. Me pusieron de rodillas y me obligaron a bajar la cabeza para colgarme la pizarra en el cuello. Cuando la pizarra estuvo en su sitio empezó mi pesadilla.
Todo transcurrió como de costumbre. De pronto el estudiante que estaba a mi lado se levantó y dijo: "Propongo que aislemos al contrarrevolucionario Tsering y que lo vigilemos"
Una estudiante del suroeste de Tíbet me dijo que había ofendido a la República Popular China cuando había comentado que en China había tanta gente que parecía un hormiguero
"Te obstinas en tus sucias ideas. Tu actitud hacia la Revolución Cultural del proletariado es vergonzosa, pues sabes lo grande que es; una iniciativa de nuestro gran comandante Mao"
En los momentos traumáticos o críticos la mente se mueve a una velocidad sorprendente. Conforme me colocaban la pizarra en el cuello mi mente recorría todos los acontecimientos del pasado intentando comprender cómo había sido tan ingenuo para no prever que esto llegaría. A mi alrededor, los demás me lanzaban epítetos de todo tipo, pero yo sólo pensaba que no era un contrarrevolucionario y que no había hecho nada incorrecto.
El peso de la pizarra y los gritos me obligaron a volver a la realidad. Me sacaron a empujones del salón y me hicieron marchar por las calles cercanas al instituto. Otros estudiantes salieron a ver al nuevo enemigo de la revolución y pronto se formó un considerable enjambre a mi alrededor en lo que fue mi primera "sesión de lucha". En un instante había pasado de agente a objeto de la revolución.
Todos los ojos se posaron en mí cuando uno de los líderes alzó el puño y se puso a gritar: "¡Abajo el contrarrevolucionario Tashi Tsering! ¡Abajo el traidor a la patria!". La multitud coreaba como respuesta: "¡Abajo Tashi Tsering, vestigio de los tres grandes explotadores!".
La sesión de lucha duró varias horas; un estudiante tras otro pasó y me acusó de esto y lo otro, sacando a relucir cosas que alguna vez yo había dicho de manera casual o incluso en broma. Por ejemplo, una estudiante del suroeste del Tíbet me espetó a unos centímetros de la cara que yo había ofendido a la República Popular China cuando, un año antes, había dicho en clase que en China había tanta gente que parecía un hormiguero. Los chinos, continuó, no son hormigas y lo que yo había dicho era prueba de mis ideas contrarrevolucionarias. Intenté responder con la verdad, pero mis explicaciones sólo agravaban las cosas: los estudiantes se ponían cada vez más furiosos y me acusaban de ser un terco. Algunos se regodeaban en obligarme a estar encorvado cada vez que me enderezaba a causa del dolor; era la postura obligatoria. No recuerdo cuánto tiempo permanecí encorvado; cuando la sesión terminó, marchamos de vuelta al salón de clases.
La verdadera lucha no había empezado todavía.
Me llevaron a un antiguo almacén, junto a los dormitorios. Medía unos pocos metros cuadrados y sólo había dos burdas camas de madera. Mientras, registraron mi habitación y se llevaron todas mis pertenencias, incluidos mi reloj y mi cartera. Yo conservaba diarios personales y cartas de mi estancia en Estados Unidos que, más tarde sabría, fueron cuidadosamente traducidos al chino. Otro grupo de estudiantes se quedó conmigo para requisar lo que llevaba encima; el médico del instituto llegó incluso a examinarme el ano. Estaba aturdido, no podía entender por qué me hacían todo eso. Había vuelto de una vida cómoda en Estados Unidos para ayudar a mi pueblo y ahora estaba ahí, con la gente mirándome en el ano intentado encontrar sabe Dios qué. Nunca me había sentido tan desprotegido e insignificante.
A partir de ese día todos mis movimientos fueron estrechamente vigilados. Me observaban mientras dormía, mientras comía e incluso cuando iba al lavabo. Por lo general no me decían nada, sólo me miraban. La primera semana mi humillación consistió en permanecer de pie al frente del comedor, a las horas de las comidas, con una pizarra al cuello que proclamaba mis crímenes contra el Estado. Sólo comía cuando los demás se habían marchado.
La primera noche no pude dormir, presa del miedo y la indignación. No dejaba de pensar en qué me habría equivocado y qué debería haber hecho para evitar todo esto. La sola idea de ir a la cárcel -que, según había oído decir, era tremenda- era superior a mí. ¿Qué debía hacer para eludir la prisión? Las ideas se me agolpaban en la cabeza como si mi mente funcionara con independencia de mí mismo. Cuando finalmente me quedé dormido, soñé que un caballo se me echaba encima y me mataba. Fue horrible. Tenía tanto miedo que pensé en correr hacia la estación del ferrocarril y echarme en las vías a esperar que pasara un tren.
A la mañana siguiente, después del desayuno, empezó el interrogatorio real. Seis o siete estudiantes llegaron acompañados de un obrero textil, el señor Chen, y de nuestra maestra de ideología política, Ma Ximei. Era el grupo que iba a ocuparse de mí. El señor Chen resultó ser un hábil interrogador y mi principal adversario. Se me había aislado de los demás, pero todavía no habían decidido cuáles eran mis delitos, por lo que la finalidad del interrogatorio era que yo los confesara. El proceso era como apretar un tubo de pasta de dientes. Así solíamos describirlo. La materia estaba ya en el tubo, pero no saldría hasta que alguien le diera un buen apretón. Esa mañana empezó el apretón. Continuó durante cerca de cuarenta y cinco días. Me sentaron en el centro y empezaron preguntándome si sabía por qué había sido señalado. Ante mi respuesta negativa, el señor Chen exclamó:
-Ah, no me lo creo. Estoy seguro de que lo sabes muy bien.
Yo estaba nervioso e inseguro sobre cómo responder. Sabía que había una línea delgada entre obstinarse por completo -en otras palabras, no admitir nada- y colaborar demasiado confesando delitos que ni siquiera los interrogadores conocían. Al presidente Wang, por ejemplo, director del instituto, lo habían dejado reintegrarse a la comunidad porque los estudiantes concluyeron que su actitud era positiva y revolucionaria. Por otra parte, a uno de los subdirectores se le atacó sin misericordia durante largo tiempo porque fue señalado como terco y hostil hacia la Revolución Cultural: había insistido en que no había cometido ningún delito, que había sido siempre fiel al partido.
Al principio decidí contar la verdad y no inventar mentiras para complacerlos, por lo que respondí al señor Chen:
-No, no sé por qué estoy aquí.
Ma Ximei y los demás habían analizado mi caso y Chen estaba listo para hacerme preguntas clave sobre mi vida anterior:
-¿Quién te mandó de Lhasa a la India? -preguntó, dando inicio a una serie de preguntas sobre ese periodo de mi vida.
Como un martillo
¿A qué me había dedicado allí? ¿Quién me había ayudado? Una y otra vez me martilleó con lo mismo, invirtiendo las preguntas, alejándose de unos temas para luego volver a ellos. Yo no quería decir que me había marchado para estudiar inglés y respondí que me había ido para hacer unos negocios y ver lugares religiosos. Pero dijera lo que dijese no me creían y las preguntas no parecían tener fin. Por ejemplo, hicieron mucho hincapié en que otros jóvenes tibetanos que apoyaban el socialismo se habían marchado a China a estudiar y que incluso muchos aristócratas habían traído de vuelta a sus hijos de la India para que estudiaran en Lhasa, mientras que yo había hecho lo contrario y había permanecido en la India imperialista durante años. ¿No era extraño? ¿A qué se debía? ¿No me gustaba vivir en China? ¿Me oponía a su sociedad? Ese día el interrogatorio saltó de una pregunta a otra -o al menos así me lo pareció-, pero al final se centró en tres preguntas: ¿Quién me mandó a la India? ¿Quién me mandó a Estados Unidos? ¿Quién me mandó de vuelta a China? Mis movimientos les parecían demasiado increíbles para ser casuales. Tenía que haber una explicación más profunda, y siniestra, y estaban dispuestos a descubrirla.
Respondí que nadie me había enviado a ninguna parte, que lo había decidido yo solo. Empecé explicando que había obtenido el dinero que necesitaba gracias al comercio, pero el señor Chen me interrumpió suavemente:
-Tashi, hemos examinado tu comportamiento y sospechado de ti desde hace tiempo. Por eso te hemos elegido. Estás ahora en la dictadura del proletariado. El comandante Mao te da la oportunidad de convertirte en un intelectual proletario y servir a los intereses del pueblo, pero debes decir la verdad y cambiar tu vieja forma de pensar. Si te niegas a limpiar tu sucia mente, a informar de tus delitos anteriores y no delatas a tus socios criminales, no tendremos misericordia. La línea del partido indica que a los que colaboran se les trata con indulgencia; a los tercos que no cooperan se les manda a prisión o a un campo de trabajo. O sea que dínoslo todo. Sabemos muy bien lo que has hecho, pero debes ser tú quien confiese y se arrepienta.
Día tras día, me martillearon con interminables preguntas:
Interrogatorios eficientes
"¿Con qué tipo de documentos viajaste? ¿Quién te ayudó a encontrar un profesor de inglés? ¿Cómo le pagaste? ¿Qué objetivos tenías? ¿Qué trabajos hacías?". Conforme pasaron los días y las semanas, empecé a flaquear. Eran muy eficientes, sabían exprimir el tubo de pasta de dientes.
Daba igual lo que les dijera, no se creían que hubiera ido a la India y a Estados Unidos por mi cuenta. No tenían pruebas de que el Dalai Lama me hubiera enviado a la India o de que Estados Unidos estuviera detrás de todo, pero me presionaban para que lo admitiera, intentando destruir la lógica de mis argumentos. A veces las sesiones eran más suaves y sólo intentaban convencerme de que cooperara. Otras veces me amenazaban con enviarme a prisión si persistía en obcecarme. Yo siempre pensaba y volvía a preguntarme qué debía decir. ¿Debía contarles todo u omitir algunas cosas que ellos no podían saber? Poco a poco, empecé a admitir algunos pequeños errores, como haber ido a la India en lugar de a China y haber menospreciado a China frente a Estados Unidos, comparando, por ejemplo, la abundancia de leche en Estados Unidos con la escasez de agua potable en China. Muchas veces achacaba a la influencia capitalista algunas de mis ideas, porque pensaba que estarían de acuerdo con esta explicación. Pero siempre me negué a aceptar que fuera culpable de delitos graves. Entonces, hacia el principio de la tercera semana de interrogatorios interminables, mientras me llevaban por la senda de los años que había estado en la India, decidí contarles que había trabajado para Gyalo Thondrup, hermano del Dalai Lama, y que él me había enviado a Assam a entrevistar a los refugiados recién llegados tras la insurrección de Lhasa. Como estos relatos habían constituido el fundamento para que la Comisión Internacional de Juristas condenara en su informe la agresión china al Tíbet y las atrocidades cometidas, me arriesgaba mucho, pero pensé que era mejor ser sincero y tratar de rebajar mi papel al de un sencillo amanuense, lo que además era cierto. Fue un error terrible. Se regodearon con esta información y la usaron como prueba de que yo era un simpatizante de la independencia del Tíbet, un grave crimen. Nunca debí haberles contado eso, no lo sabían y probablemente no lo habrían sabido nunca. Pero yo no estaba seguro y tenía demasiado miedo como para mentir.
Y así siguió, día tras día tuve que soportar fuertes sesiones de interrogatorios; por las noches estaba obligado a escribir relatos de la historia de mi vida, de todas las cosas que había hecho contra el pueblo, contra el Estado y contra la revolución. En este periodo estuve siempre aislado y no hablaba más que con los guardias y los interrogadores. Generalmente no usaban la violencia, pero algunas veces uno que otro se encendía y me tiraba al pelo, me pegaba una patada o me daba un bofetón. Me sentía humillado, triste y atemorizado a la vez.
Por más preguntas que hicieron nunca admití que me hubieran enviado a Estados Unidos o que a mi regreso hubiera trabajado para alguien. Insistí en que había vuelto por mi propia voluntad para servir al pueblo. Un día, tres semanas después del inicio de las sesiones, mientras los interrogadores leían las notas que yo había escrito la noche anterior se toparon con una cita del comandante Mao que yo había usado y que rezaba: "Los nubarrones se disiparán y el brillante resplandor pronto aparecerá". Se pusieron lívidos de la furia y empezaron a gritar: "¿ Cómo te atreves a usar una cita del comandante Mao así? ¿Crees que somos tus enemigos? ¿Consideras que el partido comunista y el socialismo son tus enemigos? ¿Quiénes son estos nubarrones? ¿A qué te refieres con ello? ¿A qué te refieres con el brillante resplandor? ¿Dinos inmediatamente por qué has escrito esto? ¿Nos consideras enemigos tuyos y nos amenazas con que algunos seguidores tuyos nos derrotarán?". Nada de lo que dije les hizo la menor mella; terminaron la sesión afirmando que mi actitud hacia la Revolución Cultural debía ser corregida.
Al día siguiente no me hicieron ninguna pregunta. Me pusieron la pizarra en el cuello y me llevaron a empujones y a rastras a un vestíbulo en el que medio millar de estudiantes y profesores se habían reunido para luchar contra mí. La reunión había sido organizada por Chen y Ma Ximei con el propósito de darme un escarmiento por haber usado mal las palabras de Mao. Consideraban que yo era tan arrogante y obstinado que debía ser humillado. Era su estrategia para aplastar a las personas. No se trataba de descubrir nada, sólo de intimidar y degradar. Empezó un estudiante gritando:
-Sacad a Tashi Tsering, el contrarrevolucionario.
Mientras unos me empujaban, otros aullaban: "Muera la arrogancia de Tashi Tsering", "Abajo el enemigo de la patria" y cosas por el estilo. A los gritos siguieron, en forma teatral, las acusaciones. La primera acusación provino de una joven de Nakchuka, en el norte del Tíbet. Empezó acusándome de estar en contra del pensamiento de Mao y del marxismo-leninismo. Como me defendí y refuté sus afirmaciones, el propio Chen irrumpió diciendo que era un reaccionario muy terco y arrogante, y que mi arrogancia no era la de una persona normal, sino la de un contrarrevolucionario.
Quería decir que yo era tan contrarrevolucionario que tenía capacidad intelectual para decir cosas inteligentes en contra de la revolución. Eso era lo que se entendía por arrogancia contrarrevolucionaria. Chen se lanzó entonces a preguntarme sobre la cita de Mao que había usado:
-Al parecer piensas que somos tus enemigos, ¿verdad? Si es así, ¿quiénes son esos nubarrones? ¿A quién te refieres? -me preguntó-. ¿Quiénes son los nubarrones y quiénes el brillante resplandor? ¿Por qué has escrito esas cosas?
Respondí que los nubarrones se referían a mi situación:
-Estoy ahora aquí convertido en el enemigo del pueblo. Lamento haber llegado a esto. Escribí nubarrones pensando en los nubarrones que se ciernen sobre mí, no sobre vosotros ni sobre nadie más. Sólo sobre mí.
Las preguntas de Chen
Naturalmente, a Chen no le satisfizo mi respuesta y me planteó otra pregunta:
-¿Qué es el brillante resplandor? -me preguntó, volviéndose hacia los demás con cara de satisfacción.
Respondí que el brillante resplandor se refería también a mí:
-Es algo que espero que llegue; sólo me refiero a algo que sea mejor que los nubarrones que se ciernen ahora sobre mí. No he pretendido insultaros a vosotros ni al proletariado.
Chen, obviamente, no se lo creía y replicó:
-Te obstinas en tus sucias ideas. Tu actitud hacia la Revolución Cultural del proletariado es vergonzosa, pues sabes lo grande que ésta es. Es una iniciativa de nuestro gran comandante Mao y es él quien la guía.
A ese punto todos los presentes corearon "Abajo los lacayos reaccionarios del imperialismo" y "Abajo el traidor Tashi". Al final, tras varias horas, el director de la reunión dijo:
-Tashi Tsering, la línea del partido es muy clara. La conoces de sobra. Puedes elegir entre dos caminos. Puedes ir por el sendero luminoso o continuar por el camino oscuro, el camino de las tinieblas. Tú eliges. Si eres sincero con nosotros y demuestras una actitud positiva hacia la revolución, tal vez consigas que tu castigo sea leve. Pero si te mantienes en esta terca actitud, lo descubriremos todo y serás castigado severamente.
Al día siguiente, después del desayuno, los interrogatorios continuaron. Unas semanas después, estaba tan harto de las mismas preguntas e insinuaciones que algo dentro de mí se derrumbó. Ya no me importaba lo que me pudieran hacer. Sólo estaba seguro de que no pensaba decir lo que ellos querían y deseaba que lo supieran con toda claridad.
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