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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

'We are the children'

El País

Los problemas de Michael Jackson con la infancia son antiguos y profundos. Arrancan de su tenaz negativa a crecer -"quisiera haber congelado mi infancia", ha dicho más de una vez- y se manifestaron de un modo particularmente concreto cuando hace diez años un niño le acusó públicamente de abusos sexuales, sin que luego sostuviera ante el juez la acusación. Ahora otro niño le acusa de lo mismo. We are the world, we are the children ("Somos el mundo, somos los niños"), dice uno de los más célebres estribillos del cantante.

Jackson es, tal vez, una de las diez personas más populares del planeta. Y su influencia sobre la conducta de millones de personas, jóvenes y adultos, es fácilmente imaginable. Las prácticas pederastas son un delito de dimensiones acotadas; pero su cuota de mercado mediática es muy alta. Este desequilibrio obedece tanto al hecho de que la protección a la infancia es uno de los rasgos de la sociedad contemporánea y de su progreso moral, como a la evidencia de que el sexo es uno de los principales objetos universales de consumo. Las noticias de abusos laborales sobre niños despiertan un interés menor que las noticias sobre abusos sexuales. Son, en efecto, menos sexy.

Es ocioso señalar el gran espectáculo que se avecina. Dando por sentada la necesidad de respetar la presunción de inocencia del cantante, sería deseable que el caso se sustrajera a dos perversiones. La primera afecta a la justicia. Corre el peligro de quedar deslumbrada por el fulgor de Jackson, pero también por la naturaleza de uno de esos delitos que unifican la conciencia contemporánea: que la sociedad se muestre unánime en la condena de los actos pederastas no quiere decir que minimice el grado de exigencia de las pruebas por las que se condena a sus autores. La segunda perversión afecta al tratamiento social que pueda recibir el caso. Las caídas morales de los genios suelen ser tratadas con extraña complacencia. O al menos con atenuantes. El asesinato, tan reciente y escalofriante, de Marie Trintignant, a manos de un cantante de rock muy apreciado por sus canciones y por el amplio vuelo de sus gestos solidarios, prueba la flexible vara de medir que la opinión pública reserva a los genios, quizá persuadida de que sus delitos son sólo un exceso comprensible del talento. Pero los actos indignos y criminales de los genios no son geniales, sino indignos y criminales. Basta con preguntar a sus víctimas.

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