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Tribuna:EL FUTURO POLÍTICO DE CATALUÑA
Tribuna
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La e-lección catalana: el riesgo centrífugo

Por fin ya se ha resuelto (?) otra incógnita importante de nuestra endiablada agenda política nacional: la (e)lección catalana, si se me permite el juego de palabras. En efecto, la incertidumbre electoral ya se ha despejado, pero con ello no se han resuelto todas las incógnitas políticas, ni mucho menos. Por el contrario, pienso que éstas se han multiplicado extraordinariamente. Creo no exagerar demasiado si me adelanto a asegurar que tenemos uno de los peores escenarios posibles desde el punto de vista de la estabilidad institucional.

Se puede ver la política catalana como una arena de competición puramente territorial, más o menos importante, en la que los actores políticos, nacionalistas o no (?), adopten sus estrategias y tomen sus decisiones en clave netamente local. Pero creo que éste sería un error de bulto, tanto analítico como estratégico o político. Cataluña es una pieza clave de la política española que ha liderado la implantación y desarrollo de nuestro modelo territorial, y cuyas fuerzas políticas principales (CiU y PSC) han ejercido de vanguardia modernizadora de la política española. Ello ha contribuido de forma clara a la consolidación de nuestra democracia, facilitando la gobernabilidad y estabilidad institucionales, gracias a una dinámica moderadora y centrípeta.

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En esta dinámica está fuera de toda duda el papel central ejercido por el gran liderazgo moderador de Jordi Pujol, pero también, y desde el eclipsamiento de Joan Raventós, la debilidad de los sucesivos liderazgos del socialismo catalán, compensados por el omnipresente papel de Felipe González. El nuevo escenario político, con un Pujol en segundo plano, un previsible debilitamiento (si no crisis) del liderazgo socialista local sin la correspondiente compensación de un liderazgo nacional fuerte, una radicalización nacionalista y un importante riesgo de inestabilidad gubernamental e institucional, tiene que hacer pensar seriamente a nuestros dirigentes, más allá de las arengas comprensibles, que hacen el balance de la competición lo más digerible posible durante las primeras 48 horas.

Desde mi punto de vista, el dato más relevante de estas elecciones, y que las convierte en "lección" a considerar con atención, es la centrifugación de la política catalana. No es centrífugo que los dos grandes partidos compitan por mantenerse o alternarse en el poder institucional. Pero sí lo es que lo hagan a base de radicalizar seriamente sus posiciones, compitiendo más por sus extremos electorales que por el espacio de centro que ambos puedan compartir. Es, igualmente, centrífugo competir entre los dos grandes maximizando la utilidad, consciente o inconscientemente, de los pequeños y colaterales, al dar cancha a sus superofertas político-electorales o asegurarles por adelantado la llave de la gobernabilidad. Y, en efecto, el juego se ha consumado en su primer tiempo. En contra del patrón nacional, casi generalizado, y, por supuesto, también del catalán, de una creciente o casi estable concentración de voto y representación cuasibipartidista, los dos grandes partidos centrales del sistema partidista catalán han perdido, al alimón, el 18% de su apoyo electoral y su representación política medida en escaños. Es un hecho insólito en España, ya apuntado en todo caso en las elecciones locales de esta misma primavera, y no hay razón aparente para tal descalabro compartido. Es verdad que CiU y PSC siguen sumando una mayoría del 62% del voto autonómico catalán y 88 (65%) de los 135 escaños que conforman la representación política del Parlamento catalán, pero esto contrasta claramente con la casi constante concentración de tres de cada cuatro votos y en torno a los 110 escaños (81%), tan solo atenuada en 1995 por la irrupción del PP y la crisis socialista. Si en el caso de CiU tiene su explicación parcial en el desgaste producido por dos décadas de gobierno, por la incierta sustitución del potente liderazgo de Pujol o, en el último tramo, por la propia descalificación de la alianza con el PP, es menos explicable el descalabro de un PSC llamado a ser la alternativa necesaria de gobierno. Los socialistas, que suelen ganar sistemáticamente en las elecciones legislativas al intercambiar la primacía que CiU obtiene en las autonómicas, han creído poder movilizar todo su electorado y disputarle parte del suyo a CiU, ofreciendo, además, el liderazgo contrastado del ex alcalde de Barcelona para encabezar el pospujolismo. Sin embargo, han pretendido hacerlo compitiendo en la subasta de la reforma estatutaria, con un mensaje claramente nacionalista, aunque no soberanista, y, sobre todo, declarando por adelantado su impotencia para gobernar en solitario y maximizando el valor de los votos de sus competidores minoritarios de la izquierda. No parece que hayan conseguido lo primero y, además, han centrifugado parte de sus votos hacia las opciones menores (ERC e ICV), incluido el PP. La propia radicalización nacionalista de CiU completa la explicación de su retroceso, al no contener sus fugas hacia ERC, por un lado, al tiempo que facilitaba la huida de autonomistas moderados hacia el PP, por el otro. El resultado está a la vista y, sobre todo, ambas estrategias han convergido en el éxito indiscutible de ERC, convertido en árbitro colateral, que no bisagra, de la gobernabilidad catalana.

El liderazgo emergente de Carod Rovira, hijo de un inmigrante aragonés, como él mismo recordó la noche electoral, basa su éxito en el desgaste del nacionalismo gobernante, en un independentismo sin complejos y en una suerte de populismo bien camuflado. No es casual que recibiese la "ilusionante" felicitación de Ibarretxe y, sobre todo, que él mismo la jalease la noche electoral. Sabedor del "poder" de su 16% de apoyo electoral (algo más de medio millón de votos) y sus 23 escaños, ha convocado a un "gobierno de concentración nacional" contra el PP, que no oculta sus intenciones de pescar en el río revuelto de la reforma estatutaria. En efecto, nacionalistas son todas las propuestas de reforma planteadas. Unas se proclaman más o menos federalistas, y las otras, confederales o soberanistas, quedándose el PP en solitario fuera de esta subasta reformista. Todos se han comprometido a desencadenar el proceso de reforma una vez en el gobierno y, por lo tanto, éste ha de desencadenarse de forma casi inmediata. Sin embargo, sólo convenciendo al PP es posible que tales reformas lleguen a buen puerto o, cuando menos, no sean utilizadas para desestabilizar nuestro sistema político-constitucional, siguiendo la estrategia de confrontación territorial iniciada por el nacionalismo vasco con la ayuda de IU. Es verdad que, desde la óptica local catalana y para gestionar las políticas públicas autonómicas, es recomendable la alternancia y que la mayoría de izquierdas haga valer los intereses y la voluntad de quienes les han votado. Pero, desde la óptica de la agenda política nacional, los efectos centrífugos y desestabilizadores de la competición nacional, sobre todo perjudiciales para el PSOE, hacen recomendable una política de gran coalición centrípeta que permita seguir gobernando a CiU con el apoyo socialista. Pero esto sólo sería posible con el objetivo de pactar una reforma estatutaria moderada que sirva de modelo para el resto y a la que, inevitablemente, debe ser convocado el PP. En todo caso, éste puede ser un ensayo provisional a revisar en la próxima primavera, a la vista de sus resultados políticos y, sobre todo, del escenario a que den lugar las próximas elecciones legislativas. Creo, sinceramente, que esta dinámica centrípeta es la única que puede minimizar los riesgos del recalentamiento que la cuestión territorial puede introducir en la política nacional si a la impugnación nacionalista vasca añadimos un conflicto institucional con Cataluña. Éstas son, a mi humilde juicio, la lección y la elección de la jornada electoral catalana.

Francisco José Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, director del Euskobarómetro y autor de Los vascos y la política.

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