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Columna
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Mirando atrás

Recuerdo algunos comentarios de periodistas ilustres sobre el nivel de la oratoria de los representantes en el Congreso en los años de la transición. No resultaban muy elogiosos; siempre salían a relucir los modelos de los grandes oradores de la República. Insistía en esa mala consideración Emilio Romero y algún otro, Carandell era menos crítico, pero hoy echamos de menos a aquellos políticos, no quizás por su elocuencia y oratoria, que era mejor que la actual, sino sobre todo por su prudencia y su capacidad de reconciliación que se expresaba a través de una cortesía que hoy recordamos con nostalgia. Los actuales, hechos en la democracia, que la cogieron como si se coge un pote en un estante de un supermercado, se comportan como personajes de un reality show, sacando de quicio cuestiones fundamentales que debieran tratarse con suma delicadeza.

El homenaje que se le va dar a Landelino Lavilla, presidente del Cogreso de los Diputados constituyente, debiera entenderse como el homenaje, totalmente merecido, a los políticos de aquella transición. Porque superaron el más trágico hecho del pasado siglo, una guerra civil en la que algunos que se sentaban en los escaños habían sido protagonistas y otros más habían formado parte de aquel régimen ignominioso que duró cuarenta años. Tuvieron que superar muchos fosos -aquello sí que fue tender puentes-, dejar de un lado muchos programas de máximos para posibilitar una convivencia democrática que cuajó en la Constitución que instauró la España de las autonomías. Que nadie venga ahora a dar lecciones sobre tender puentes o sobre el diálogo. La democracia española fue el resultado del mayor de los diálogos.

Como todo, fue un arreglo político que se fiaba más en la lealtad y en la palabra dada, que en un ordenamiento jurídico que difícilmente puede impedir excesos no contemplados, aunque por razonable uso y costumbre jurídicas todo caso tiene su respuesta judicial. Pero aquel acuerdo se ha roto, y se ha roto por el lugar que más privilegiadamente ha sido tratado, el País Vasco, y precisamente por un partido que ha disfrutado siempre del poder, incluso cuando perdió las elecciones. De ha roto con un discurso político ajeno a cualquier regla, porque se considera que un colectivo es soberano por origen, con una concepción medievalmente acrática, involucionista, para mayor poder y gloria del que se asegura un sistema en el que jamás pueda ser desalojado del poder, aunque se esconda tras una jerga aparentemente democrática. Que no asuste a estas alturas Arzalluz con salirse de las reglas del juego si el Constitucional paraliza el plan de Ibarretxe, porque hace tiempo (Atutxa ya lo ejerce) que está fuera de esas reglas.

Por fin, dentro de poco podremos votar una Constitución, la europea, donde no aparece ningún derecho histórico. Curiosamente, esa la votarán los nacionalistas por mero gesto, y no querrán romper con ella, porque no es española, aunque en ella no exista resquicio alguno para plantear sus pretensiones: la Europa de los pueblos. En esta crisis, ante tan gran grave involución, el Estado tiene la posibilidad de aplicar los instrumentos legales para abortarla, e incluso debe entenderse la capacidad del Constitucional para aplicar, según doctrina, los preceptos adecuados que impidan el desmantelamiento de todo el sistema. Desde la experiencia de la República de Weimar, que se quedó haciendo el don Tancredo hasta verse barrida por el nazismo, no hay tribunal constitucional europeo que no contemple, aun sin aplicar la excepcionalidad, una respuesta a lo que es un golpe de Estado por envuelto que esté en un discurso aparentemente democrático. Para colmo, hoy está muy reciente la tragedia yugoslava.

La tesis de ETA militar, por la que es más fácil vencer a una democracia que a una dictadura, parece que ha tenido una excelente acogida en el PNV, y este espera, además con usos fraudulentos, que el Estado no tenga capacidad de responder. Lo primero es falso y lo segundo, después de experiencias previas en Europa -el paso de la IV a la V República en Francia es un ejemplo, entonces para evitar la posibilidad de un golpe militar-, conduce a pensar que no debiera existir razón de pasividad alguna. Sin embargo, no hay posibilidad de respuesta a largo plazo sin la preocupación social y un cierto compromiso de nuestra sociedad. Para una solución definitiva del problema es necesario la respuesta política, y esta sólo la puede dar el electorado.

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