"Sabíamos que nos espiaban, pero no que había un control tan exhaustivo"
"Lo peor fue descubrir que muchos de los informes los habían hecho amigos míos", confía, todavía incrédulo, A. S., un ingeniero al que al poco de la caída de Bagdad le fueron a ofrecer el expediente que sobre sus actividades guardaban los servicios secretos, los temidos mujabarat. "Todos sabíamos que nos espiaban, pero nunca imaginé que llevaran un control tan exhaustivo de mi vida", asegura, a pesar de sus buenas relaciones con el régimen anterior.
"Tenían montones de cintas con horas y horas de grabaciones telefónicas, informes detallando mis visitas a fulano y mengano... Incluso cintas de vídeo en las que se me veía entrando y saliendo de una oficina comercial europea", relata A. S. "No, no compré el material, ¿para qué? No tengo nada que esconder y no había nada allí que yo no supiera", desestima con frialdad. No parece demasiado enfadado. Sólo sorprendido, en especial de que fueran sus amigos los que firmaran los informes.
¿Qué contaban? "Mis idas y venidas, con quién me veía... incluso señalaban las horas de entrada y salida en los sitios", relata, dando la sensación de que el expediente debía de ser enormemente tedioso. Sin embargo, deja escapar un pequeño gesto de malestar por esa intimidad violada. También estaban allí relaciones personales y afectivas.
Vigilados
Bajo Sadam, todo el mundo hacía informes de todo el mundo. No era ningún secreto, aunque algunos se resistían más que otros. "¿Qué podía hacer?", pregunta L. S., una secretaria que en los últimos años del régimen trabajaba en una compañía internacional. "Vinieron a verme un día y me pidieron que les diera una copia de la llave del despacho del director; saqué el llavero y les dije que hicieran ellos la copia y me devolvieran el original; no tenía otra opción". Nunca supo si habían entrado o no. Ella no notó nada.
"Habían venido a verme varias veces, me preguntaban cosas que a mí me parecían irrelevantes sobre quién venía, cuántas veces... y me pedían que les llamara si pasaba algo importante, como si yo supiera qué era importante para ellos", recuerda con un esfuerzo que deja traslucir el dolor que le produce revivir aquellos momentos. Intuye que era una traición, pero repite una y otra vez: "¿Qué podía hacer?". Por su trabajo, L. S. tenía amigos extranjeros, algo que le colocaba en la lista de sospechosos.
Sin embargo, a M. M., una empleada de la ONU, el agente encargado de su caso la dejó por imposible. "Desisto contigo", le dijo un año atrás, "sólo vas de casa al trabajo y del trabajo a casa, sin hablar con nadie". Y es que el precio que tuvo que pagar por tener un trabajo bien remunerado y profesionalmente satisfactorio fue la práctica anulación de su vida social. "Sabía que era un puesto de alto riesgo para mi familia y que cualquier veleidad la pagaríamos todos", admite.
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