Tiempo y martillo

Estas semanas, la película más vista en el Pentágono y otros centros de la Administración de EE UU ha sido La batalla de Argel, realizada en 1966 por Gillo Pontecorvo, sobre cómo Francia pudo derrotar al Ejército argelino en campo abierto, y tener que salir después derrotada moral y psicológicamente ante el embate de una guerrilla esencialmente urbana. Ahora, Washington ha lanzado la Operación Martillo de Hierro de castigo, una ofensiva contra "el enemigo". ¿Cambio de táctica o mera reacción? Un problema básico es la carencia de información, de la llamada "inteligencia": Estados Unidos no sabe a qué fuerzas se enfrenta. El martillo parece no saber a qué clavos se dirige y, mal llevado, puede enajenar a la población y no conseguir desarticular la, o las resistencias, sino, por el contrario animar a más iraquíes y otros extranjeros a unirse a ellas.
El tiempo corre de forma paradójica en contra de EE UU en Irak. Ahora, como se anticipaba, Bush tiene prisas por acelerar la iraquización, es decir, la devolución de la soberanía y las responsabilidades a los iraquíes, lo que no significa que las fuerzas de EE UU vayan a retirarse, sino, posiblemente, a bunkerizarse y Washington dejar de ser potencia ocupante con las obligaciones que ello implica, para antes de las presidenciales norteamericanas en noviembre próximo. Irak no es Alemania (donde la ocupación duró cinco años), ni Japón, ni EE UU parece tan cargado de paciencia. Como consideró recientemente en Madrid Fareed Zakaria, autor de El futuro de la libertad (Taurus, 2003), acelerar la iraquización con unas elecciones precipitadas puede ir en detrimento del arraigo y profundización de la democracia, pues, sin tener instituciones sólidas, la prioridad de los que salgan elegidos no será consolidar la democracia, sino sus propias bases de poder. Ésa es una lección aprendida de Bosnia o Kosovo, entre otras experiencias.
Crear estas instituciones para preparar una democracia implica, tras haber destruido el Estado, recuperar a los que están formados para ello, es decir, fundamentalmente los antiguos baasistas y funcionarios del anterior régimen. Pero son en su mayoría suníes, lo que soliviantaría a la mayoría chií. Ahora bien, como apuntó Zakaria, si en aras de profundizar en la democracia se retrasa la iraquización, entonces suníes, chiíes y kurdos se pueden acostumbrar a vivir sin necesidad alguna del paraguas de un Estado común iraquí, por muy federal que sea. El tiempo juega a favor de la ruptura de Irak, lo que podría destapar completamente la ya abierta caja de Pandora regional.
Para estabilizar Irak, serían necesarios muchos más soldados y policías. EE UU tendría que movilizar a tropas de reserva, lo que en año electoral no estaría bien visto por los electores. Y está descartado que Bush siga el modelo de Johnson con Vietnam: no presentarse a las elecciones para tener las manos libres para intentar resolver (lo que Johnson no pudo) libremente el embrollo bélico. Bush plantea una iraquización rápida, pero sin una previa auténtica internacionalización. Error. Y cuanto peor la situación, más ayuda necesitaría EE UU, pero menos obtendrá. Incluso los que parecían dispuestos a enviar tropas como Japón, ahora dudan por temor a las bajas y a aparecer como potencias ocupantes en contra de su Constitución. Pues uno de los aspectos confusos de la resolución 1.511 del Consejo de Seguridad es si la fuerza multinacional que contempla subsume, por el contrario, crea unas tropas separadas de las de ocupación. Es perentorio salir de estas arenas movedizas sin causar un terremoto regional. Lo malo es que no se ve ninguna rama segura a la que agarrarse. Sería necesario que EE UU regresase plenamente a la ONU para ponerla en el centro de todo el proceso, sobre todo como instancia de legitimación y control político, como ocurrió en Afganistán o Bosnia. Y que apoyase a fondo el Plan de Ginebra para una paz entre israelíes y palestinos, como se empieza a apuntar desde Washington, lo que contribuiría a cambiar la actual imagen de EE UU en el mundo árabe. El martillo no basta. La iraquización, ya, tampoco. Vuelvan a ver La batalla de Argel.
aortega@elpais.es
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