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Columna
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Aniversario

Pepe nota el hormigueo dos o tres semanas antes de la fecha, pero no pone en guardia a Pepa, porque la sabe cómplice, y tampoco avisa en el mercado de San Miguel de que se acerca el momento de adquirir el artículo que encarga todos los años desde 1976. Entre otras razones porque quien le despacha ha asumido el capricho de su parroquiano como una consecuencia de la fidelidad histórica y de la solidaridad obrera, hasta el punto de que no cursa este pedido a su mayorista, sino que él mismo se arriesga con la escopeta por los montes del Pardo en el domingo previo al día de la conmemoración. Porque esa procedencia geográfica es la que Pepe exige para celebrar con garantía el aniversario de la muerte de quien durante tanto tiempo habitó en el palacio situado en aquella periferia madrileña, entre perdices como la que se cobra el tendero.

Tras recibir la llamada telefónica de Pepe en la tarde del 20 de noviembre, Pepa pasa el aspirador y la enceradora por el comedor que heredó de sus padres, revisa la colocación de los cubiertos, de la vajilla y del vino de reserva sobre el mantel de hilo de las monjas y la temperatura que arroja la estufa, a la que ambos llaman chubesqui en homenaje a las novelas leídas en su adolescencia y a los viajes en transiberiano. Sólo cuando le parece que todo está igual que en años anteriores, Pepa se refugia en su dormitorio y frente al espejo de la coqueta examina hasta el menor detalle de su indumentaria con la lucidez del intelectual comprometido cuando desmenuza la circunstancia con el faro de su inteligencia crítica. Y la mano que antaño arrojó panfletos contra la dictadura de Franco, acaricia el cutis macilento de su escote donde un sencillo collar de perlas marca sus contradicciones de clase.

Pepe entra la cocina de Pepa con la bandeja de la perdiz estofada y, como lleva pajarita y esmoquin, copia la reverencia de los camareros de una opereta de Franz Lehar. Pero cuando ambos se sientan en el sofá del cuarto de estar frente a la televisión -que ya no da noticia de lo que ellos festejan- y se llevan el vermú del aperitivo a los labios, la escena remite a una comedia de Lubitsch proyectada, por ejemplo, en el cine-club de los jesuitas de la calle de Zorrilla. Para desterrar de su memoria esta referencia burguesa, él describe la elaboración culinaria de la perdiz con el lenguaje de los revolucionarios leninistas. Pepa le escucha con talante melancólico y se estremece con la gratitud que le despertaba la clarividencia de Simone de Beauvoir en su larga marcha hacia la equiparación sexual, horadando como una tuneladora la resistencia masculina al cambio histórico.

Algo achispados se trasladan a la gran mesa adornada con frutos del mar y centros florales. No les une el sentimiento amoroso, pero su relación se sustenta en unas bases tan entrañables como las de una pareja consolidada: la clandestinidad y la cárcel que padecieron por su oposición a la dictadura del ocupante del Pardo son tan decisivas para su amistad como los hijos en un matrimonio. Y si, en desafío a la ortodoxia y a la sindéresis, Pepe y Pepa cultivan al cabo de los años el encanto de aquel horror, es porque consideran ese periodo lo más puro de sus vidas. Aquella ingenua dignidad que con más pánico que orgullo se arrastró por paraninfos, comisarías y saltos callejeros en contra de la opinión de los padres, de los periódicos y de buena parte de los catedráticos liberales se presenta esta noche de noviembre en la mesa de Pepa y Pepe limpia de visceralidad, como la perdiz deshuesada.

Son motivos suficientes para regalarse, al término de la cena, con la música del cantautor de voz rota que fue banderín de enganche de los disconformes como ellos. Pepe y Pepa recitan con la cabeza baja su himno al viento y luego chocan los vasos chatos de whisky. "Porque nunca resucite", brinda Pepe. Son las mismas palabras y el mismo gesto de cuando supo el fallecimiento del dictador en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. "Nunca estará bastante muerto", responde Pepa. Inmediatamente vibra la puerta blindada de la casa, se apagan las luces y una voz de mando los levanta de la mesa. Pepe y Pepa retroceden hasta la pared que será su paredón cuando los asaltantes disparen la ráfaga. "Para nostalgia, la nuestra", les recuerda el cabecilla del grupo antes de rematarlos con la pistola y hacer mutis por el foro entre vivas a la España profunda.

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