El viaje a Italia
Asombra descubrir, cuando viajamos a Italia, la ingente cantidad de turistas que visita sus ciudades aún fuera de la estación reina de las vacaciones. En primavera y otoño se observan riadas de paseantes, que recorren los monumentos de nuestro competidor turístico en vez de asomarse a las ventajas que ofrece nuestra tierra. Y el caso es que, bien observado, casi ninguna razón debería impelerles a preferir el sur de los Alpes sobre lo que acontece dentro de nuestras fronteras.
Las razones del turista a contrapelo, alejado del todopoderoso agosto, deberían ser climatológicas, culturales o hedonistas en general pero -sin que nos ciegue pasión malentendida alguna- las mismas no parece que deban advertirse de modo exclusivo en Italia, ni en otros de alrededor como Francia o Gran Bretaña. Así, en muchas ocasiones, en Florencia o en Berlín, en Roma como en París el viandante otoñal pierde su casto nombre para pasar a denominarse transeúnte en autobús, o "helado de limón", tal es el acoso al que lo someten las inclemencias climatológicas que tiene -por estadística- aseguradas.
En lo concerniente al jolgorio, no cabe duda alguna sobre la gran ventaja de nuestras virtudes sobre las de los competidores; pese a su imparable escalada, los precios de la fiesta, en nuestro caso, están a años luz de los que rigen en aquellos pagos, y la comida, la bebida son mejores, más baratos y se disfrutan con criterios más permisivos que los que se pueden alcanzar en aquellas míticas ciudades.
Sin duda, pues, el intríngulis de nuestro escaso eco para algún tipo de visitante reside en el hecho cultural, que por lo que al turista habitual de esas fechas se refiere, se concreta en pinturas y arquitecturas y, todo lo más, en esculturas y tiendas de souvenirs.
Y en este aspecto nos superan: nada tiene que ver la arquitectura civil florentina con el Barri del Carme valenciano, ni el Palazzo Pitti con San Pío V, por más que ambos compartan el hecho de ser museos. Por eso asombra -conociendo el interés de nuestros gobernantes en desarrollar la fructífera actividad del turismo- que se detraigan fondos destinados a favorecer -o hacer espectacular- la imagen de la ciudad con el ridículo pretexto de mejorar la educación infantil.
Por supuesto, sea ésta privilegiada, pero a costa de otras partidas presupuestarias, que están en la mente de todos excepto de los que nos gobiernan; no deben olvidar aquellos que turismo desean, que la imagen de las ciudades se denota más por los continentes que por los contenidos.
¿O es que alguien, honradamente, supone que la mayoría de los visitantes del Guggenheim bilbaíno se siente hondamente preocupado -y piensa que ha frustrado su viaje- por la ocultación temporal en el museo de los lienzos de Mottherwell, pongo por caso?
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