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Columna
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Gallardón y los pisos vacíos

En este país (que no sólo en el paisito) la disciplina a la que someten los partidos políticos a sus cargos públicos es tan férrea que uno siente una irrefrenable simpatía hacia los disidentes. El escalón municipal es donde mejor sobreviven estos inadaptados. Ellos saben que si obtienen buenos resultados en las elecciones locales pueden resguardarse de sus enemigos internos y lograr que ese partido que sueña con expedientarlos lo tenga más difícil. Realmente la alcaldía se ha convertido en un refugio para políticos heterodoxos (José Ángel Cuerda, Paco Vázquez, Odón Elorza), mientras que los disidentes que no cuentan con semejante protección municipal (Herrero de Miñón) deben ver cómo la coherencia personal e intelectual se acaba transformando en su tumba política.

Un caso más extraño, a estos efectos, ha sido el de Alberto Ruiz Gallardón. Gallardón ya tenía fama de disidente, pero después el propio Partido Popular le ofrece un sillón municipal, y no precisamente de tercera: el de la capital del reino. Quizás desde ese privilegiado emplazamiento el joven alcalde pueda esquivar futuras amenazas internas. Le va a hacer falta. A mí me cae bien Gallardón, una simpatía de condición hereditaria, ya que me caía bien su padre, un excelente jurista y un hombre de principios. Hoy Gallardón destaca en su discurso por unas maneras elegantes absolutamente ajenas al Partido Popular, que se ha convertido en una aguerrida recua de rufianes mediáticos. En política, la mesura siempre ha sido un valor, pero el valor se redobla cuando alrededor no existe más que un orfeón de voceros disonantes.

Una prueba más de heterodoxia la dio recientemente el alcalde madrileño cuando decidió imponer un recargo del 50% en el Impuesto de Bienes Inmuebles a los pisos vacíos. Por desgracia, tras nuevas desavenencias en el partido, Gallardón ha doblado la cerviz y eliminado esa medida. Lo malo es que, de la abigarrada lista de subidas impositivas que había preparado, la única que decae es precisamente esa: la más progresista de todas, lo cual supone que, al final, el programa fiscal del alcalde de Madrid se haya vuelto radicalmente reaccionario. Gallardón ha eliminado el recargo del 50% sobre el IBI para viviendas vacías, pero ha mantenido el resto de las subidas, a saber: precio por aparcar en zonas de estacionamiento limitado; tributación en automóviles y ciclomotores; permisos de obras; entrada a instalaciones deportivas y culturales, etc.

La única medida que ha retirado resulta ser la más saludable de todas. Presiento que en Madrid muchos ciudadanos tienen coche, o moto, o hacen obras en su cuarto de baño, o frecuentan polideportivos municipales. Lo que es seguro es que son muy pocos los que cuentan con hileras interminables de pisos vacíos en el centro, pisos ahora a salvo de un plus en el gravamen, y pisos cuyo precio no deja de subir, mes tras mes, año tras año, en una operación especulativa ante la que queda corta cualquier maniobra bursátil.

Uno no cree en la expropiación indiscriminada, ni en la requisa, ni en la confiscación (Para qué engañarles: uno ni siquiera es de izquierdas). Uno considera razonable que toda familia cuente con su vivienda en propiedad, y con su segunda vivienda, y que incluso, si tiene la suerte de haber heredado, conserve sus diez o veinte pisos de doscientos metros cuadrados en pleno Paseo de La Castellana. Lo que no es de recibo es que, en un país donde la vivienda se ha transformado en un problema social de primer orden, esos latifundistas de la propiedad horizontal, que acaparan kilómetros cuadrados de vivienda útil, se resistan a sacarlos al mercado, ni siquiera al mercado de alquiler.

La paradójica rectificación a la que ha accedido el alcalde de Madrid convierte lo que podría haber sido una medida avanzada en un monumento a la política fiscal más reaccionaria: dejemos en paz a los propietarios de pisos vacíos, pobrecitos ellos, pero sangremos a los usuarios de los polideportivos municipales o a los conductores de vespas. Mientras en el extrarradio los constructores se forran levantando torres y adosados, mientras las jóvenes parejas exprimen el corto aliento de sus libretas, en miles de ventanas de la capital hace años que no se levantan las persianas. Ni para ventilar.

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