Una apuesta educativa a medio siglo
El autor ha elaborado un análisis de la situación de la educación española que servirá de base para la XVIII Semana Monográfica de la Educación que comienza el próximo lunes.
Occidente necesita un sistema educativo potente no sólo para progresar, sino también, a largo plazo, para sobrevivir. Los occidentales imaginan que sus problemas provienen de su riqueza, del exceso de sus posibilidades. Suelen olvidar que sus adversarios les ven más bien como gentes cuya ira es peligrosa porque disponen de enormes recursos, pero gentes sin rumbo, blandas, egoístas y propensas a la histeria cuando se enfrentan con dificultades. La mirada del adversario no es justa, pero suele ver algo que uno mismo no quiere ver.
Por supuesto que España está repleta de gentes decentes y sensatas, que han trabajado muy duro para conseguir su nivel de bienestar, cuidan a sus familias, votan con regularidad y procuran vivir en paz. Pero también es cierto que su sistema educativo no es muy potente. Cierto que éste ha crecido mucho en los últimos cincuenta años. Década a década, los efectivos de la educación han aumentado, y los intereses creados en torno a ella han llegado a ser inmensos. Padres, estudiantes, profesores y funcionarios se afanan en hacer las cosas lo mejor posible. Pero lo mejor posible no siempre es suficiente. La educación española no acaba de tener rumbo, y por eso sus resultados son todavía bastante mediocres.
La educación carece de rumbo porque no tiene una filosofía de la libertad que la anime
A escala estatal, basta con que los políticos comiencen a flexibilizar el sistema
Algunos creen que esto se resuelve a base de voluntarismo, de tiempo y de dinero. Pero se equivocan. Desear intensamente las cosas no las crea. La creencia en la omnipotencia de los deseos es propia de un pensamiento mágico, a veces encantador (es el de los niños y el de los artistas), pero de efectos limitados. El dinero da frutos diversos según como se use. Con frecuencia se desperdicia. El tiempo nada mejora por sí mismo. Con la edad muchos empeoran, y los vinos adquieren cuerpo y fragancia o se echan a perder.
La mejora de la educación no vendrá por esos caminos. Comenzará a llegar cuando reconozcamos que carece de rumbo porque no tiene una filosofía de la libertad que la anime, y porque sus instituciones son demasiado rígidas.
Si hubiera una filosofía de la libertad subyacente al sistema educativo, ello se reflejaría en la motivación de profesores y alumnos, en el impulso por investigar, en el esfuerzo por comunicar, en el sentimiento de pertenecer a una comunidad implicada en alguna forma de aventura. Los centros estarían acuciados por el deseo de afirmar una identidad propia, y dispuestos a competir noblemente unos con otros por los mejores estudiantes o los mejores profesores. Habría un cultivo espontáneo de tradiciones intelectuales. Se palparía en el ambiente un hálito de piedad hacia la experiencia pasada, de la que se estaría orgulloso, y de ambición hacia el futuro.
Pero no hay casi nada de esto. Hay tan poco que el sólo mencionarlo suena extraño. Lo que hay son "cumplimientos". Se atiende a la rutina de las cosas, los horarios, los concursos, las reuniones, los repartos de cargas docentes, las nóminas. Se asiste, se hacen las colas correspondientes, se transitan los pasillos, se acumulan los méritos. Todas estas rutinas establecidas, estas pautas de conducta, este conjunto de reglas de juego constituyen la urdimbre institucional del sistema educativo. Ésta es unitaria, uniforme, excesivamente regulada, rígida. Los márgenes de experimentación, de diversidad, de aventura, son pequeños.
El barco de la educación española ha ido aumentando de tamaño, pero su tripulación no sabe cuál es su puerto de destino y se atiene a los procedimientos. La maniobrabilidad del buque es limitada. La alternativa es una flota de barcos más pequeños y más manejables. No tienen por qué ir todos al mismo puerto. Pueden dejar de faenar, imaginemos, en cualquier momento. Las tripulaciones se sienten unidas por lazos de afinidad y de interés, y a veces cambian de barco. Todos se ven como miembros de una comunidad, y están orgullosos de ello. La capacidad de ese conjunto de barcos pequeños para reducir riesgos y aprovechar las oportunidades es importante. No hace falta que alguien desde alguna oficina central (un ministerio, una consejería, un consejo general del sector) dé las órdenes. Cada barco asume sus decisiones y sus riesgos.
Sin pretender llevar la analogía demasiado lejos, la cuestión es: ¿cómo puede educar para la libertad un sistema educativo que coloca los centros educativos, los educadores y los educandos, dentro de un marco institucional que les impide navegar por su cuenta?
Pero ahora, miremos adelante. Estamos en una coyuntura interesante, porque al cabo de cincuenta años es hora de hacer balance. Mirando hacia muy atrás, mejoramos nuestra capacidad para mirar muy por delante. Tenemos ahora cinco o 10 años de debates para rectificar la trayectoria pasada, y dibujar una distinta para el medio siglo siguiente.
La tarea puede parecer tan desmesurada que suene a quijotesca. Pero no lo es. Basta con tener paciencia para romper la costra del silencio de muchos, el ruido de otros y el partidismo de algunos, concitar apoyos y estar atento a los vientos favorables. Las razones para el optimismo son las siguientes.
Primero, los "consumidores de la educación" tienen criterios indecisos, pero suelen querer ampliar su libertad de elección. También les vence a veces, es cierto, la inercia y el deseo de reducir su esfuerzo y su coste. Pero los deseos de saber y de una vida mejor aumentan la probabilidad del esfuerzo, y estos deseos crecen; y si la economía del país va a más, como es de esperar, el coste educativo será más llevadero. Antes o después, estos razonamientos afectarán más a las clases medias y bajas, interesadas en una educación de calidad que aumente la movilidad social ascendente de sus hijos.
Segundo, los profesores con vocación docente son los aliados naturales de una filosofía de la libertad y de una enseñanza de calidad; y esos profesores son mucho más numerosos de lo que se piensa.
Tercero, los políticos, si son patriotas quieren el bien de su país, y si son oportunistas, se adaptan a las circunstancias. Lo normal es que sean una mezcla de ambas cosas. En los dos casos, hay lugar para esperar que aprendan y se adapten. A escala estatal, basta con que comiencen a flexibilizar el sistema. Luego, el sistema de las comunidades autónomas puede tomar el relevo. Antes o después habrá un político razonable que, por un lado, quiera fomentar una educación de calidad, y, por otro, sepa cómo reducir la resistencia de las fuerzas locales obsesas con mantener el statu quo. Afortunadamente, los políticos van entendiendo (en teoría) que la educación de calidad es importante y mejorando (posiblemente) su capacidad de persuasión del personal. En todo caso, el sistema autonómico favorece su acción. Todo lo que tienen que hacer es aplicar el principio de emulación implícito en el sistema, pensando que si su comunidad consigue un sistema educativo mejor que el de sus vecinas atraerá profesores, estudiantes y recursos, aumentando con ello su poder, su riqueza y su reputación.
Cuarto, la resistencia de pedagogos, funcionarios y directores de centros es más difícil de superar porque han hecho una inversión emocional muy importante en el sistema actual, e imaginan que sus carreras están ligadas al mantenimiento del statu quo, con algunos retoques. Pero puede evitarse su resistencia numantina si se les persuade de que están implicados en un juego de suma positiva, en el que todos pueden salir ganando, incluidos ellos mismos. Hay muchas maneras de ofrecer un cauce para sus preocupaciones. Los pedagogos son gentes intelectualmente inquietas y saben que el mundo educativo está cambiando; hay que darles un tiempo de reflexión. Los funcionarios tienen la seguridad de que, pase lo que pase, sus puestos son derechos adquiridos difícilmente cuestionables; lo que hay que hacer es redefinir sus tareas. Los directores de centros son un eslabón siempre débil en la cadena de decisiones, y por ello les va el puesto y la carrera en adaptarse a lo que vaya ocurriendo.
En definitiva, hay que ver el futuro con optimismo porque estamos ante un sector en expansión y con una demanda potencial inmensa, ya que la sociedad sigue convencida de que la educación es indispensable aunque no esté muy segura de qué educación se trata. En estas condiciones, inciertas, la apuesta por una educación de calidad basada en una filosofía de la libertad y un marco institucional flexible tiene una probabilidad razonable de tener (bastante) éxito en cuestión de unos (pocos) años. Y si lo tiene, el horizonte de futuro de España, para mucho tiempo, mejorará sustancialmente.
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