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Columna
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Alcaldadas

Ya no hay alcaldes como los de antes, o al menos no debería haberlos, y hablo de aquellos munícipes elegidos por el dedo que movía la mano incorrupta de Santa Teresa desde el palacio de El Pardo, aquellos alcaldes que tenían en un puño a sus administrados, que no daban cuentas a nadie, que hacían y deshacían, calificaban y recalificaban a su antojo y se forraban el riñón o se tapizaban el coche oficial con piel de becerro, a precio de oro y a costa del erario municipal como hizo uno de los últimos alcaldes franquistas de Madrid.

Con la transición llegó la transparencia y los ciudadanos empezaron a vislumbrar que los ayuntamientos eran algo más que entidades recolectoras de multas y de impuestos, donde medraban oscuros burócratas protegidos por una legión de aguerridos guardias de la porra. De la noche a la mañana, los ciudadanos supieron que el municipio también era suyo, y sobre todo suyo, y que los que iban a manejar lo suyo, el dinero de sus impuestos y de sus multas, de sus contribuciones, sus pólizas, sus tasas y sus arbitrios habrían de rendirles cuentas a ellos y que de ellos dependerían sus concejalías y alcaldías, porque sin sus votos no serían ni alcaldes, ni concejales, ni manejarían nada.

El problema reside ahora en que los ciudadanos que no son profesionales de la política, por muy aficionados que sean a ella, carecen de tiempo y de estímulos para efectuar un seguimiento puntual de las actuaciones de sus representantes municipales, sobre todo en las grandes ciudades, porque en las pequeñas localidades los vecinos tienen más oportunidades de tropezarse con el alcalde en la plaza del pueblo y decirle cuatro frescas sobre el asunto de la conducción de aguas, el alumbrado público o la recalificación de las eras del tío Melquiades.

En las grandes ciudades como Madrid, el seguimiento de la cuestión municipal se hace poco menos que imposible con sus complejos y múltiples problemas y los no menos complejos y múltiples organismos, viceorganismos y microorganismos encargados de gestionarlos, que no de resolverlos. En este espeso y municipal galimatías, el ciudadano naufraga y sufraga, por ejemplo, nuevas subidas de los impuestos que iban a bajar, sin saber a ciencia cierta si servirán para financiar viviendas sociales o urbanizaciones residenciales, parques infantiles o campos de golf, transportes públicos o aparcamientos privados, para organizar unos Juegos Olímpicos o subvencionar un parque temático.

La responsabilidad de traducir a términos vulgares la jerga y la cifra, la letra y el espíritu de los presupuestos y de los proyectos, de los planes y de los desmanes que se cuecen en los plenos municipales, corresponde en primer término a los políticos, ellos son los encargados de transmitir a los ciudadanos qué se está haciendo con sus votos y con sus impuestos. Y la tarea queda sobre todo en manos de la oposición, pues ya se sabe que los gobernantes siempre tienden a estar muy satisfechos de cómo gobiernan y prefieren el autobombo a la autocrítica.

Los medios de comunicación también tienen sus obligaciones al respecto, y los informadores se esfuerzan para descodificar y transmitir a sus lectores, oyentes o espectadores lo que se esconde tras la espesa, engañosa y abstrusa verborrea que se gastan los portavoces para justificar gastos y encubrir gestos.

Sirvan como muestra de tales maniobras orquestadas en la oscuridad las millonarias (en euros) subvenciones que el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid vienen entregando piadosamente a diversas obras y fundaciones sociales y culturales gestionadas por el movimiento ultra-católico de los Legionarios de Cristo. Fieles a su reputación de Millonarios de Cristo, como les llaman en México, su país de origen, los legionarios han invertido parte de los donativos en una cartera de valores a corto plazo antes de distribuirlos entre esa otra famélica legión de necesitados. El "marroncillo", que diría Leguina, lo destapa la revista Interviú y se agradece, entre otras cosas, porque nos pone en guardia sobre los trucos del "Gran Alberto", ilusionista experimentado, ya saben, la mano es más rápida que la vista, y ojos que no ven, corazón que no siente.

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